
Ayer nos pusimos a esperar Ali y yo. Esperábamos a Flora, su mujer. Aunque Ali es el marido de Flora, él piensa que es una compañera. Razón no le falta. Es la razón de la sinrazón, porque Ali tiene Alzhéimer. De alguna manera, Ali ha desaparecido pero no. Porque le vemos. Y porque tiene alguien que le espera. Según Vilas, que te espere alguien en algún sitio es el único sentido de la vida, y el único éxito. Yo también lo creo.
A Ali ahora no le importa nada si le esperan o no. Él va. No sabe muy bien hacia dónde. Pero él sonríe. Siempre lo hizo. Siempre sonreía y daba besos. Y ahora sonríe y yo le doy dos besos. Cuando me lo encuentro, le beso, le miro a los ojos y puedo verle. Sé que está ahí adentro y le mando algunos mensajes encriptados, en silencio, para que nadie escuche nuestras conversaciones, como a través de rayos que se profieren por los ojos y le digo: «Sal, sal de ahí. A mí no puedes engañarme. Sé que estás.»
Luego me pregunto si es la vida quien se ha despedido de Ali o si es Ali quien se despidió de la vida. No creo que a él le diera tiempo. Estaría ocupado tratando de agarrarse a los recuerdos que alguna vez forjó junto a su compañera Flora, con quien, sé de corazón, fundó una constelación de paseos hacia siempre. Y ahí están. Instalados en «siempre». Y se les ve felices. Pese a que Ali no entienda. Pese a que Flora sufra. Pese a lo de Palestina (porque Ali es palestino). Pese a todo, parece merecer la pena. (Pocas veces nos paramos a analizar estas construcciones sintácticas que preservan una semántica bellísima: «Merecer la pena», ¿verdad?)
Ali me salvó la vida cuando yo era un bebé. Él hace años lo recordaba y ahora no sabe quién soy. Ahora mismo no nos acordamos ninguno de los dos y pienso si somos un poco lo mismo. O si al compartir el mismo olvido habitamos un lugar común. Al menos yo me acuerdo de que él no se acuerda y él simplemente no se acuerda. Cuántas veces queremos olvidar y no podemos. Sin embargo, cuando ves cómo ajusticia esta enfermedad, parece que quieres tener cada recuerdo a mano. Por malo que sea. No sé si a Ali le consolaría saber que sigue protagonizando los recuerdos de otros. Es su manera de no desaparecer. Estando a lomos del recuerdo de los demás.
Flora, a quien considero una de mis maestras (a ella le debo una mirada salvadora hacia las palabras), ha escrito un libro que es un obús al pasado del amor de su vida. Un texto que mantiene la memoria de Ali a temperatura ambiente. Ni al frío helador del olvido, ni al calor de las bombas que están reventando Palestina. A Flora no le importa detener bombas a base de caricias que construye día a día. Aunque Ali ahora no sepa nada de eso, lo cotidiano puede estar repleto de paracaídas que mitiguen el dolor.
La autora de Sus recuerdos en mi memoria ha guarecido aquello que el tiempo evapora. Ella sabe que ha desenterrado la memoria de Ali y ha destilado un librito de peso pluma que ahora nos traslada. Leer las memorias de Ali en la retina de su compañera supone esa especie de tenencia ilícita de momentos que a veces es asomarnos a la vida de alguien.
Un libro de cenizas que inhalamos en la lectura y que nos dejan en apnea es la única forma de conocer el peso de las lágrimas de Flora. Porque hay lágrimas que te hacen surcos en la piel. Como las que hubiera derramado Ali de haber sabido lo que no deja de ocurrir en la tierra en la que una vez fue un niño. Porque siempre he creído que la composición de las lágrimas dependería del dolor que tuvieras. Porque yo he visto lágrimas que vuelan a base de helio. Y otras que estallan baldosas.
