Todo el mundo sabe que, sobre todo en verano, el calor del sol puede llegar a derretirnos. Por eso durante los meses estivales intentamos mantenernos “a la fresquita” el mayor tiempo posible. Y si no lo conseguimos, parece que el bochorno nos vuelve más irascibles y hasta más violentos. Un repaso a los mecanismos del cerebro nos puede ayudar a entender por qué nos sucede esto.
Empecemos por recordar que el funcionamiento correcto de nuestro cuerpo exige que, aunque haga mucho calor, nuestra temperatura corporal se mantenga alrededor de los 37 ºC. Cuando la temperatura exterior supera los 40 ºC, protegerse se convierte en prioritario. El cuerpo tiene su propio mecanismo para hacer que la temperatura descienda: sudar. Pero, además, podemos ayudarle refugiándonos a la sombra o llevando ropa ligera. Contra los sofocos veraniegos, como con buen criterio cada año nos recuerdan las autoridades sanitarias, es mejor prevenir que curar.
Por otro lado, nuestro organismo tiene como primera (y casi única) obligación mantenernos con vida. Cuando algo es molesto o peligroso, el cuerpo nos avisa y activa todos sus recursos para ponernos a salvo. Es una reacción básica de supervivencia: si algo nos asusta, huimos; si nos enfada, luchamos. Cada vez que algún cambio nos desestabiliza, el cerebro reacciona con emociones como el susto, la frustración o la ira.
El calor estresa
El calor actúa como un estresante que activa nuestro sistema nervioso. Al detectar que alrededor todo se caldea, el cerebro da órdenes para intentar parar o reducir la incómoda sensación de sofoco.
En este proceso juega un papel clave una región bastante pequeña (de apenas 4 gramos en una persona adulta) llamada hipotálamo, que es el auténtico “termostato” de nuestro cuerpo, encargado de ajustar cómo perdemos o ganamos calor. De hecho, su tamaño no se corresponde con la importancia de las funciones que desempeña: todo nuestro equilibrio íntimo se gestiona desde aquí.
Es importante tener en cuenta que la eficacia del hipotálamo depende mucho del punto de partida. La “temperatura de confort” en el exterior se suele situar entre los 18 ºC y los 21 ºC cuando descansamos y algo menos si estamos desarrollando alguna actividad física. A esa temperatura se le sumará el calor que genera el propio cuerpo al funcionar, incluido el cerebro.
Si el calor aumenta demasiado, el hipotálamo da la señal de alarma para acelerar la pérdida de calor. Lo primero que hará este regulador de temperatura será ordenar que la sangre se mueva desde el interior de nuestro cuerpo hacia nuestra piel. Por eso al acalorarnos se nos pone la cara roja: nos llega más sangre al rostro.
Simultáneamente, nuestro cuerpo va a tratar de bajar su temperatura por evaporación, activando la producción de sudor. Esto explica porque nos resulta aún más irritante el calor húmedo: en condiciones de humedad, el sudor no puede ejercer su función refrigerante.
Si seguimos pasando calor es probable que empecemos a tener sed, ya que si perdemos agua sudando la deberemos recuperar bebiéndola. Si no es así, como le ocurre a las personas de edad avanzada, conviene beber agua de modo preventivo.
También es más que probable que sintamos cansancio. Es un aviso de que con altas temperaturas no debemos hacer grandes esfuerzos, porque nos exponemos al conocido y peligroso golpe de calor.
Sofocos que nos hacen enojar
Todos estos procesos se relacionan con finos ajustes nerviosos y hormonales que también nos pueden generar una emoción. Para que el calor no nos ponga en peligro, nuestro cerebro deberá decidir entre evitarlo o enfrentarnos a él –lucha o huida–, como ante cualquier otra amenaza externa. Las rutas nerviosas que mantienen nuestros estados de ánimo se ven afectadas por el calor. Así que, en cierto modo, anímicamente también “nos vamos a ir calentando”, porque el aumento de la temperatura hará crecer nuestro enfado y frustración.
Varios estudios científicos confirman esta relación entre calor y enojo. Sin ir más lejos, en estudios realizados en partidos de fútbol o hockey se ha visto que el calor ambiental aumenta la agresividad en el juego. También hay evidencias de cómo aumentan con el calor las lesiones entre los más jóvenes. Asimismo se ha observado como se agravan los casos de violencia de género. Incluso hay evidencias de que cuando se elevan las temperaturas se intensifican los conflictos en las redes sociales.
Calentamiento global y bienestar mental
En un mundo cada vez más poblado y en pleno proceso de calentamiento global, nuestra sociedad se enfrentará cada vez a más calor a su alrededor. Y, por lo que acabamos de ver, es posible que eso implique que aumente el número de personas enfurecidas por ello.
No parece ninguna locura afirmar que el calor y sus efectos deberían ser tenidos en cuenta también desde el punto de vista del bienestar y la salud mental. Escuchando las señales de nuestro cuerpo, será más fácil controlar los diferentes cambios que el calor nos produce. Y no estaría de más potenciar las medidas destinadas a gestionar mejor la gestión del calor en nuestros hogares y oficinas o en los equipamientos de la ciudades para evitar sentir ese calor que de tan mal humor nos pone.
Susana P. Gaytan, Profesora Titular de Fisiología, Universidad de Sevilla
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.