El padre de Javier Ferrero se crió en Valparaíso, pero emigró y acabó por hacer la vida lejos de su tierra. Nada extraño para Zamora; lo normal, de hecho, en el oeste de la provincia, donde los pueblos han ido mermando a un ritmo vertiginoso, con sus gentes agolpándose para salir y casi nadie llamando para entrar. Lejos de ser una excepción, el entorno de La Carballeda siempre fue el paradigma de esta realidad. Los hijos de la comarca se repartieron por el mundo y se llevaron con ellos las ilusiones y un futuro que sentían que allí se les evaporaba. No caben reproches.
Ferrero padre marchó rumbo a San Sebastián y luego se asentó en Salamanca. Por el camino, tuvo familia y sus hijos se criaron ya lejos de las fronteras del pueblo, en las ciudades donde estaba el trabajo. Lo que ocurre es que hombres como este jamás se despegaron de su patria chica. Cada puente, cada Navidad, cada verano constituían el momento de regresar a las raíces, de educar a sus hijos en el amor a lugares como Valparaíso, donde estaba el kilómetro cero de la familia. Donde todo comenzó.
Con ese apego inyectado en el corazón, Javier, el hijo, fue avanzando en la vida, eligió sus estudios, fue a la Universidad, se formó para ser arquitecto y, en el verano previo a la última entrega para licenciarse, decidió rematar la faena desde la casa familiar de Valparaíso: «Acabé en octubre y dije: aquí me quedo. La gente del pueblo me decía que no iba a aguantar ni el primer invierno», recuerda Ferrero.
Pero desde aquel fin de carrera han pasado 16 años, y el arquitecto sigue en el mismo lugar. Ahora, cuenta su historia personal, en una tarde de comienzos de abril que amenaza lluvia, desde el interior del local que tiene la asociación juvenil Los Payerotes en Valparaíso. A su lado, su pareja, Carolina; y entre los dos, sin hacer apenas ruido, Gala. Sí, esta niña de dos meses es el primer bebé que nace en la localidad desde «hace al menos 25 años», y es la nieta de aquel hombre que marchó primero a San Sebastián y después a Salamanca. La operación retorno que nadie sospechó.
El retorno y el amor
Javier Ferrero cuenta la historia de cómo él decidió venirse al pueblo con toda la naturalidad. Simplemente, se encontró a gusto, halló la forma de trabajar desde el pueblo y se quedó. Años después llegó Carolina: «Como presidente de la Junta de Montes, contraté a unas chicas para restaurar unos retablos. Vinieron de Valladolid, estuvieron más de un año y se alojaron en una casa del pueblo. Ella era amiga de la hermana de una de las trabajadoras», recuerda el ahora padre de familia.
Carolina y Javier se conocieron junto a la lumbre del local desde el que ahora narran su historia mientras Gala se despereza hambrienta. «Me enamoré del pueblo y de él», subraya la madre. Pasado el tiempo, el arquitecto de Valparaíso viajó hasta La Seca, el pueblo de ella, y comenzó una relación que hoy sigue vigente: «Nos empezamos a conocer y dijimos: a Valpa», apunta divertida Carolina, que lleva ya dos años viviendo en la localidad.
A ellos dos se sumó el año pasado Montse, la hermana de Javier y la tía, por tanto, de Gala. Los tres adultos y la niña pasan por ser las cuatro personas más jóvenes del pueblo. «El problema que tenemos aquí es el de siempre en el medio rural, el médico», explica Ferrero, que añade que las dificultades para contar con una Sanidad adecuada son la causa de que sus padres continúen ahora en Salamanca.
Con la niña, el servicio está en Mombuey; si no, en Puebla; y, si hay una urgencia, «toca escapar hacia Zamora», admite Javier Ferrero. «Cuando yo estudiaba la carrera, hablábamos de Soria y nos preguntábamos si había que esperar a que llegaran las empresas para hacer las infraestructuras o viceversa. Aquí, lo de los médicos se repite hasta la saciedad, y yo no sé qué hace la Administración. Como todo se mide por población y no por dispersión, siempre nos ganan las grandes ciudades», lamenta el arquitecto.
De momento, esa es la única pega que citan Javier y Carolina. «Mis antepasados son de aquí, este es mi pueblo y me encanta», insiste Ferrero, que mira a su alrededor en el local social y define el entorno como «la extensión del salón» de cada uno de los hogares: «Nos juntamos todos aquí, no nos disgregamos por edades y a mí esa unidad que hay me encanta», admite el vecino de Valparaíso. La localidad tiene ahora 38 habitantes «o algo menos en invierno», aunque en verano se puede disparar hasta los 500.
«Una bendita», que se hace oír
De momento, en el tiempo frío, el que ha vivido Gala, las gentes del pueblo están «alucinadas» con la niña. «Los amigos me dicen que no me puedo quejar, que es una bendita, pero cuando grita se le oye», subraya Javier, mientras Carolina hace un apunte que revela hasta qué punto se echaba de menos un nacimiento en Valparaíso: «La vecina de enfrente nos dice que tenía ganas de oír llorar a un bebé».
Las personas que residen de continuo en el pueblo le ofrecen ayuda a esta familia de un modo que resulta «muy sencillo». «Aquí metemos la leña de manera comunitaria y luego, en Salamanca, no sé a quién pedirle sal porque ni siquiera soy consciente de quién vive arriba», ejemplifica Javier Ferrero, que defiende los recursos como el pantano, la playa que lo circunda o el lugar social donde reunirse como elementos que refuerzan su idea de continuar aquí. De forma periódica, el pueblo cuenta hasta con un festival llamado Valparock que atrae a gente de otras comunidades.
Más allá de eso, por supuesto, a la pareja le preocupa la niña y «su desarrollo como persona», como a cualquier padre y cualquier madre en prácticamente cualquier punto del planeta tierra. «Confiamos en que alguien joven se venga también a vivir aquí», desliza Carolina, ya con Gala en brazos y antes de levantarse para recrear la escena del día en el que conoció a Javier y su vida comenzó a cambiar junto a la lumbre en este rincón de La Carballeda.
El tiempo ha pasado, ahora son tres y el futuro se abre esta vez en el pueblo, a contracorriente de la tendencia que padece la comarca. Poco importa lo que haga el resto. Aquí, en Valparaíso, vieron a la cigüeña el 3 de febrero, pero por primera vez en lo que va de siglo XXI no vino sola: trajo a Gala y, con ella, volvieron los llantos de un bebé y regresó la sonrisa esperanzada a esta tierra.