– Paco, dime qué te debo.
– Ochocientos veinte céntimos.
El cliente habitual echaba pronto la cuenta, pero al ocasional, siempre le pillaba a contrapié.
¿Y usted por qué cobraba en céntimos? La pregunta provoca una sonrisa en toda la familia, reunida en la mañana de ayer en el local, ya cerrado, de la calle de la Puebla de San Torcuato. «Cuando teníamos la peseta, cobraba en reales. Cuando nos cambiaron al euro, empecé a cobrar en céntimos. Al fin y al cabo es la moneda que manejamos». Con Paco Lobo se jubila más que un camarero. Cierra más que un bar. Desde la semana pasada, en Zamora, los pinchos ya no se pagan en céntimos.
Paco y Begoña han sido los encargados del Bar Lobo durante las últimas cuatro décadas, un negocio que recibieron del padre de él, Lorenzo Lobo, que lo abrió junto con su hermano Manolo en un local colindante con lo que hoy es el Bar Caballero, en la misma zona. De ahí a la calle del Sacramento. Después a la calle del Aire y, por último, a la ubicación actual. Una vida entera detrás de la barra. ¿Qué te has perdido? «Todo», asegura Paco. «Yo siempre he librado los martes, los demás días, aquí». Tercia pronto su hijo, Jonathan. «En casa las celebraciones siempre han sido los martes. Y cuando había que hacer vida familiar, pues la hacíamos aquí. Para nosotros, nuestra casa siempre ha sido este bar». Y si no, que se lo digan a Begoña. «39 años trabajando aquí, los mismos que llevo casada. Iba una cosa con la otra».

Paco ha respetado hasta el extremo la herencia que recibió de su padre. El local ha cambiado lo mínimo. Algo el zócalo, un poco la barra, mínimamente alguna estantería. La cámara de metal que estaba detrás de la barra es la que su padre compró en 1957. Cambios menores que ni siquiera se han llegado a introducir en la receta de los famosos pinchos morunos. «La receta es la que me dejó mi padre, y no la sabe ni mi hijo». ¿Es verdad eso? «Sí», responde él. «Sé más o menos lo que lleva, pero no las proporciones. Él ya lo hace a ojo», asegura. «La receta la sabemos mis dos hermanas y yo, que somos los que la tenemos que saber», zanja el hostelero ya retirado. «He dejado algo preparado, por si acaso…», asegura con media sonrisa.
«La receta la sabemos mis dos hermanas y yo, nadie más»
Paco Lobo, hostelero jubilado
¿Cuántos pinchos se ponían en un día, digamos, normal? «Vete a saber, cada día es cada día». Lo que se lleva más fácil es la cuenta de la carne. «En la última semana, que no ha sido nada del otro mundo, cien kilos de carne. En Semana Santa, en agosto, que viene más gente, pues gastamos más». Jonathan, que se hizo cargo del bar durante un periodo de unos meses mientras su padre estuvo de baja, ofrece un dato. «Mi tía solía contar los alambres para saber lo que habíamos vendido y cuadrar la caja. En un Jueves Santo llegamos a vender 1.300 pinchos«. «Y el Viernes Santo, y el Sábado, eran días de mucha gente», recuerda Paco.

El futuro del local es todavía una incógnita. La idea de la familia es venderlo, junto con el resto del edificio, todo propiedad de Paco y de su familia. «Menos líos», asegura. Aunque para eso, lo primero, es que haya algún interesado. De momento, lo que es interesarse en serio por el negocio, nadie lo ha hecho. «Sí tenemos a gente que nos dice algo», asegura la familia, pero poco avanzado.

Con el cierre del Bar Lobo se va el último descendiente directo de los hosteleros que trajeron los pinchos a Zamora. Un austero cartel de «Cerrado por jubilación» luce ahora en la puerta del bar que ha sido transitado por generaciones de zamoranos y ha supuesto una visita obligada para los turistas. ¿Qué va a hacer ahora? «Andar, andar, que falta me hace» .