El franquismo fue el primer régimen que pensó y practicó una política cinematográfica en España.
Eso no quiere decir que los sistemas políticos o gobiernos anteriores no tomasen decisiones sobre el cine. La monarquía de Alfonso XIII, por ejemplo, legisló sobre la censura cinematográfica desde al menos 1912 para prohibir en las películas el sexo, la violencia o las ideas contrarias al legislador. También dictó normas de seguridad para las salas de cine con el fin de evitar incendios como el del Cine Concert de Málaga en 1923, que provocó 30 muertos, en su mayoría niños aplastados por quienes huían presa del pánico.
La república, por su parte, instó la firma de convenios de trabajo para los empleados del cine con el fin de evitar la crisis laboral que supuso la llegada del cine sonoro para músicos, actores y trabajadores de otros espectáculos. También se apoyó, en todo momento, el cine educativo para mejorar las tasas de analfabetismo. Pero todo esto eran políticas a remolque, dictadas bajo la presión de la Iglesia, del público, de los trabajadores o de los intelectuales.
La primera vez que el poder político en España pensó en el cine como un todo y, más aún, la primera vez que un gobierno español pensó una política cinematográfica para comunicarse con los españoles fue durante el franquismo. Por cierto, Francisco Franco, también cinéfilo, ha sido el único gobernante español que ha escrito un guión y que lo ha rodado, casi por su cuenta, como productor ejecutivo: Raza (1941).
La comunicación es poder
La posibilidad de desarrollar una política cinematográfica sucedió porque las grandes fuerzas que formaban el Estado –la Iglesia, la Patronal, la Falange y el Ejército– intervinieron o aportaron a esa política unas prácticas de raíz guerracivilista y fascista.
Ya tras la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa se había hecho evidente que no se podía gobernar sin una política de comunicación audiovisual. En España, durante la guerra civil, tanto el bando republicano como el nacional utilizaron el cine. Pero la política cinematográfica que “montaron” los anarquistas, por ejemplo, solo duró unos años y se aplicó en ciertas zonas del país. La franquista, en cambio, duró casi 40 años y terminó afectando a todo el territorio. Fue un verdadero instrumento de soft power ensamblado desde el aparato político.
Todas las partes de la política cinematográfica configuraban una narrativa sobre lo que era el régimen, una ficción que el ciudadano español no siempre percibía como tal. Y con partes nos referimos, por ejemplo, a la Escuela Oficial de Cine, fundada en 1947 para, en teoría, formar una elite de cineastas franquistas; al Festival de San Sebastián, fundado en 1953 para romper el aislamiento internacional; a las subvenciones, aplicadas desde 1939 para controlar lo que se rodaba o al reglamento de espectáculos públicos, actualizado constantemente para que las salas de cine fuesen seguras.
Así, el espectador podía no entender que estaba siendo manipulado a través de las pantallas. Podía no saber que Mogambo (1953) había sido cambiada para convertir a dos amantes en hermanos. Podía no ser consciente de que el cine español era, en realidad, cine franquista pagado con los impuestos de todos los españoles. Y nadie le informaba de que había cineastas, como Luis Buñuel, contra los que se dictó orden de detención por parte de la policía y que terminaron en el exilio por rodar cine “rojo”.
Beneficios para todos los implicados
Este montaje se desarrolló basándose en la restricción de la libertad de expresión, el Estado corporativo, la propaganda y la violencia política. Evidentemente, estas cuatro prácticas se aplicaron de forma diferente a lo largo de 40 años. Con el paso del tiempo, se fue rebajando su rigor y se fueron desajustando, al punto de borrarse su raíz guerracivilista y fascista.
En concreto, la censura cinematográfica fue una de las victorias que la Iglesia consiguió al participar y ganar la Guerra Civil. Eliminó de las pantallas el sexo, el adulterio, el divorcio, el suicidio, los ataques al patriarcado, la violencia, el menosprecio de la figura del sacerdote…
La subvención o, más ampliamente, una política proteccionista para el cine español fue la victoria que arrancó la Patronal. A cambio de darles dinero, el Estado consiguió que los productores aceptasen un cine dirigido, que rodasen el cine de Cruzada –es decir, sobre la Guerra Civil– de los años cuarenta, el cine anticomunista de los años cincuenta, el cine de la apertura de los años sesenta… y, sobre todo, películas para no pensar: el cine folclórico, todo tipo de comedias, el spaghetti western…
El control sobre la propaganda cinematográfica fue el pago obtenido por la Falange y su máximo éxito fue crear y controlar el NO-DO. Ese era el nombre con el que se conocía al único noticiario cinematográfico permitido en el país desde 1943, que se emitía antes de las películas. Solo NO-DO pudo captar imágenes informativas en España hasta que fue sustituido por el Telediario de TVE. El NO-DO hizo que Franco fuese el español más visto en el cine.
El Ejército seguía batallando
Finalmente, el Ejército impuso la violencia política. En realidad no era un colectivo que pensase mucho en el cine. Durante la guerra, defendía que el dinero había que destinarlo a comprar armas y no a celuloide para rodar películas de propaganda. Nada de soft power, manu militari.
Aunque el ejército fuese exaltado en el cine, como en Harka (1941), Los últimos de Filipinas (1945) o las distintas versiones de Botón de ancla (1948 y 1961), lo que querían las fuerzas armadas, incluida la policía y los grupos defensores de la dialéctica de los puños y las pistolas, era controlar a los intelectuales y prohibirles escribir, rodar, interpretar… Les metían en la cárcel y les amenazaban con la pena capital.
Y estas amenazas no eran exageraciones. El crítico Juan Piqueras fue asesinado en julio de 1936 en Venta de Baños (Palencia) por dirigir una revista comunista, Nuestro cinema (1932-1935). El anarquista Ramón Acín fue ejecutado en Huesca semanas después por, entre otras razones, producir el documental de Luis Buñuel Las Hurdes, tierra sin pan (1933-1936).
Terminada la guerra, Francisco Carrasco de la Rubia, también anarquista, cronista cinematográfico de La Vanguardia y realizador de documentales, desistió de huir a Francia porque su mujer acababa de tener un niño y pensaba que el bebé moriría en el viaje. Además, decía, él no había hecho nada. Sin embargo, fue denunciado por un compañero del periódico, encarcelado en Montjuic y fusilado en mayo de 1939, a los 33 años. Caminó hacia el pelotón de fusilamiento descalzo y con el cabello completamente encanecido.
En fin, después del franquismo hubo que desmontar todo esto: acabar con la censura del Estado (1977), cerrar el NO-DO (1981) y apartar al Ejército, aunque se resistió con casos como el de la censura a la película El crimen de Cuenca (1979-1981), que tardó año y medio en estrenarse.
Solo permaneció y permanece la subvención, muy criticada en cuanto que ha supuesto otra forma de dirigismo, pero defendida por empresarios y trabajadores del cine con el argumento de la excepción cultural.
Emeterio Diez Puertas, Profesor Doctor, Universidad Camilo José Cela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.