Tres meses después del fuego que dejó ennegrecido el entorno de Abejera, la estampa en el pueblo es radicalmente distinta a la de aquellos días. La lluvia cae con fuerza en este sábado de mediados de noviembre y el agua corre cuesta abajo hacia el negrillo. Allí, a la vera del árbol simbólico, en la zona baja de la localidad, se halla uno de los locales que tienen los vecinos para el uso común. Con la idea de cuidarse del chaparrón, Óscar y Víctor Río hacen girar la llave del edificio, cruzan la estancia principal y bajan unas escaleras hasta llegar a la cocina. Es en esa dependencia donde se detienen a hablar, en el lugar donde semanas más tarde se reunirán con los demás para hacer las coplas de Los Cencerrones.
Y es que esta historia va de eso: de mascaradas y de implicación popular. La tradición de Abejera por antonomasia acaba de ser declarada Fiesta de Interés Turístico de Castilla y León, y los dos hermanos Río van a contar por y para qué. Óscar lo hace en calidad de presidente de la asociación cultural El Castro. A sus 26 años, lleva ya un tiempo al frente del colectivo que se encarga, entre otras cosas, de mantener un ritual heredado que «siempre ha existido». Al menos, desde que los propios vecinos tienen consciencia. Ni los más viejos del lugar recuerdan un tiempo sin Cencerrones el día de Año Nuevo.

«El problema que hemos tenido a la hora de justificar eso es que apenas hay documentos», explica Óscar, que aclara que la búsqueda sí les ha permitido conocer ciertos detalles: por ejemplo, que en la Guerra Civil no hubo mascarada como tal, pero los vecinos sí se vistieron a pesar de todo: «Luego, si algún año no se ha podido hacer por lo que sea, no se ha cortado a partir de ahí la tradición», aclara este hombre residente en Zamora, pero estrechamente vinculado a Abejera. Como tantos otros.
Y los vinculados a Abejera, ahora y antaño, saben que tienen una cita ineludible el 1 de enero. Por resumir, lo que ocurre ese día es una representación de la lucha entre el bien y el mal en la que participan ocho personajes: el Galán y la Madama, el Cencerrón y la Filandorra, el Gitano y el Pobre, y el Ciego y el Molacillo. Por la mañana, más en privado, los participantes van por las casas a pedir el aguinaldo; a partir de las tres y media de la tarde llega la representación con público. «El trasfondo que tenía todo esto vinculado a la agricultura o la ganadería se va difuminando un poco más, pero el rito sigue: a los más jóvenes les inculcamos que se tienen que sentir orgullosos de pertenecer a esto, porque es algo nuestro y que no lo tiene nadie más», advierte el presidente de la asociación.

Así se lo inculcaron a él en un tiempo no tan lejano. Y ahora está al frente: «Nosotros empezamos en la asociación como relevo generacional, pero siempre hemos estado ligados a Los Cencerrones. Casi todos los que lo hacemos ahora, ya lo representamos en Los Cencerrones infantiles en 2008 o 2009″, subraya Óscar Río, que destaca que son los abuelos los que van introduciendo a los nietos en la dinámica: «Luego, vas tomando consciencia y dices: venga, hay que estar», apunta.
Aunque sea desde fuera, claro, porque las gentes se marcharon de Abejera hacia Asturias, Madrid o, en el caso de la familia de Óscar y Víctor, rumbo a Zamora capital. «Como ahora casi todo es telemático, lo podemos hacer desde allí», recalca el responsable de El Castro, que entró al colectivo con el fin de moverse más institucionalmente y de darle vuelo a «una tradición que es identidad para el pueblo», que Abejera siente «muy dentro» y que pretende dar a conocer sin que pierda la esencia. En ese equilibrio tendrá que manejarse con la nueva declaración.
Precisamente, en cuanto al sello turístico, Óscar admite que el proceso no ha sido sencillo. Han sido cuatro años para hacer la memoria, recabar testimonios grabados y escritos, juntar la documentación y presentarlo. «Nosotros siempre hemos considerado que esta es una tradición que necesitamos preservar y, al final, quieras o no, la declaración de Interés Turístico de Castilla y León te da una visibilidad que te hace acceder también a unas ayudas para mantener la mascarada», argumenta el organizador de Los Cencerrones.
No en vano, mantener la mascarada no es solo voluntad: «Antes, en los pueblos, siempre había un herrero o un carpintero, pero ahora no queda nada. Entonces, reparar esos trajes cuesta mucho trabajo, cada vez es más difícil. Los materiales son muy caros y somos un pueblo pequeñito», sostiene Óscar, que defiende la necesidad de las aportaciones económicas para acometer esos arreglos y para lanzar proyectos como el del Museo de Los Cencerrones, que esperan abrir en un futuro próximo en la antigua casa de la maestra del pueblo.
80 socios implicados
Para empujar el día a día y las ideas grandes, la asociación cuenta con unos 80 socios. No es poco para un pueblo que no llega a esa cifra de vecinos en invierno. Salvo el 1 de enero, claro. Ese día es un paréntesis evidente. Ahí habrá vecinos, curiosos, etnógrafos, fotógrafos… «Viene mucha gente. Lo único que pedimos es que no se metan en la mascarada. Yo entiendo que quieren tener las tomas que salen espectaculares con la niebla, pero tienen que entender que, por cómo son los trajes, tenemos una visibilidad muy reducida», advierte Óscar.
Minutos más tarde, cuando muestran la máscara, los trajes y el margen de apertura de las tenazas, se entiende bien lo que quieren decir. Óscar y Víctor Río enseñan las piezas con mimo y luego las guardan de vuelta en su sitio. La charla tiene lugar el 15 de noviembre, así que 46 días después llegará su momento. Falta poco para llevar a las calles lo que aprendieron de los ancestros.

