Jonathan Arribas (1997) sintió la llamada de la vocación cuando le faltaba una semana para presentarse a la oposición de Abogacía del Estado. Tras una trayectoria académica brillante en la rama del Derecho, este hombre criado entre Palacios del Pan y Montamarta decidió renunciar al examen y saltar a la piscina de la literatura. Resultó que había agua. Tras varios años de formación y proceso de escritura, el zamorano publicó este lunes 20 de enero Vallesordo (Libros del Asteroide), una obra narrada desde el prisma de un niño de los 2000 en un pueblo que podría ser cualquiera de los suyos. Este jueves, en el Museo Etnográfico (19.30 horas) presenta en casa su novela de debut.
– En la parte final del libro, cita un número de código postal que no existe. Sin embargo, si se modifica levemente el orden de los dígitos, sí se puede reconocer la localidad a la que corresponde, muy familiar para usted. ¿La historia que cuenta en el libro es también la suya, pero con algunos aspectos alterados?
– Sí, yo diría que sí. Lo que pasa es que el código postal está solo un poco cambiado y entre la historia de Nico, el protagonista, y la mía habría más diferencias. Hay bastante de invención. Sí que creo que el motor de la historia, o lo que empuja la escritura, son las emociones que yo recuerdo haber sentido de niño, pero los hechos están inventados. Dicho de otra manera, la emoción es mía, pero lo que la arropa son historias que puedo haber vivido, escuchado, leído o imaginado.
– ¿Hasta qué punto siente que se abre en el libro, y en qué medida ha sido duro?
– En el libro sí que están los dolores, las alegrías y las ilusiones que yo tenía de niño, o que sigo teniendo, porque hay como una continuación en ese sentido. Pero no ha sido duro, sino bonito. Siento que no me expongo tanto, porque transformo los hechos para crear algo diferente. No es un libro de autoficción porque hay un dislocamiento. Para empezar, no hablo como Nico porque no soy un niño. Ya ahí me tengo que desplazar.
– ¿Esa transformación de la que habla tapa un poco las emociones originales?
– Sí, pero tampoco me da cosa decir que hay cosas propias. También, coincidiendo con la escritura del libro, he ido a terapia durante un año y medio, y ese proceso me ha ayudado a escribir. Para hacerlo, he tenido que conectar con mis emociones y con ese niño, así que sí hay una parte como muy personal. A mí me daría igual escribir un libro sobre mi vida tal cual ha sido. Esa transformación no obedece a que yo quiera ocultarme, sino a lo que me divierte. O sea, lo bonito de la ficción es justamente eso, inventar. Además, contar mi vida así como la he vivido, podría ser terapéutico, pero yo me aburriría un montón.
– Usted fue un niño rural en un pueblo pequeño. ¿Por qué la mirada hacia ese mundo y por qué desde la perspectiva de un chico de diez años?
– Lo del pueblo pequeño es porque, cuando yo empecé a escribir ficción hace unos cinco años, me salía escribir sobre eso. Tampoco es que lo pensara, me salía. Siento que ha sido una inclinación, que no lo he elegido. Y luego, lo de la mirada del niño… Claro, es que este libro lo he escrito a lo largo de tres años. Al principio, tenía tres partes y tocaba la infancia, la adolescencia y la primera juventud de Nico, pero al final me di cuenta de que la segunda y la tercera parte no tenían la verdad que sí tenía la primera, como que les faltaba algo, ese nervio que sí estaba en la niñez. Por eso, me concentré en la historia de la infancia. Luego, a nivel narrativo y técnico, que fuera el niño quien contara la historia y no un adulto tiene que ver con que yo había visto muchos libros geniales escritos de la otra manera. Recuerdo que durante el proceso leí Primera Memoria, de Ana María Matute, y que pensé: qué bonito está, pero yo no quiero algo así.
– Pero llegó a mezclar al narrador adulto con el niño antes de descartarlo.
– Sí, pero llegó un punto clave de la historia en la que el niño hablaba un montón y el adulto no podía meter baza. Entonces, dije: ¿Y por qué no contar toda la historia así? Me llevó otro año reescribir la novela desde ese punto de vista cuando descubrí esa voz, y a partir de ahí era como algo que no controlaba, que era casi como ser un medium. Esa palabra no me gusta, pero sí como que yo era una especie de vaso comunicante para que Nico contara su verdad. Nunca había sentido eso, pero tenía claro que había algo muy potente ahí. Luego, yo leía el texto y sentía que estaba muy vivo por las frases, el ritmo, la presencia de las palabras en inglés que se transcriben tal cual suenan… Sentía como que estaba jugando y también era alejarme de mi principio. Yo había estudiado Derecho y llegué a la escritura casi estudiándome los libros.
– Desde la formalidad pura.
– Esto me daba vergüenza, pero ahora lo pienso y me da como ternura. Recuerdo leer el Quijote con 22 años y llenar un montón de hojas de un cuaderno reproduciendo párrafos de forma literal. Luego, me di cuenta de que esta es una técnica que se usa para enseñar escritura y algún sentido tendrá, pero lo que quiero decir es que me ponía a leer intentando trasladar el esquema que yo había aprendido estudiando Derecho. No me los aprendía literalmente, pero sí era como que quería dominar el tema de una manera como muy técnica. Por eso, este proceso de escritura me sirvió para deshacerme de alguna manera de eso. Sentí que no tenía el control y que podía abandonarme a lo que Nico quería decir. Eso fue muy placentero, porque sentí que me desplazaba a otro lugar.
– El propio Nico va describiendo a los personajes satélite que aparecen en la historia. ¿Por qué sitúa a los padres en lo que se podría considerar la parte negativa de la historia y a la abuela y a la tía en la buena?
– La parte de las señoras tiene que ver un poco con mi infancia. Yo recuerdo que los veranos en el pueblo eran como niños y viejas. O sea, que los adultos estaban trabajando y en otros lugares mientras los niños y las viejas tomaban el fresco y generaban una alianza. Para bien y para mal, esta era una relación muy particular, sobre todo viéndola ya de adulto, así que me apetecía que la ternura y el entendimiento estuvieran de ese lado. Luego, la parte mala, también por necesidades de la historia, tenía a los padres. En las primeras versiones estaban más desdibujados, como al fondo, pero luego se les da como más relieve, más fuerza, sin llegar a ocupar el primer plano. De todos modos, yo creo que es una novela más luminosa que triste.
– La historia también trata el tema de la salud mental y subraya la incomprensión que a veces sufren las personas con este tipo de situaciones.
– Sí, en mi familia y en muchas familias es algo que yo he visto. Pienso que a veces cuesta mucho comunicarse, que la gente no está hablando ni siquiera en el mismo plano. Son como flechas que se cruzan y con las que la comunicación no es posible, así que sí, me apetecía que eso estuviera ahí. También, como te decía, la parte de los padres estaba al principio un poco ensombrecida, como que ni yo mismo los entendía cuando empecé a escribir el libro, y luego los fui comprendiendo, a pesar de que no le ponen las cosas fáciles a Nico.
– Al hilo de las relaciones infantiles dentro de la novela, ¿cree que niños como Nico, con una sensibilidad particular, se ven arropados por los chicos y chicas de su edad?
– Yo creo que sí. También por mi propia experiencia. Pienso que los niños están más dispuestos a imaginar. Después, con la adolescencia, se marca mucho más todo lo que tiene que ver con la expresión de género o la orientación sexual, y ya se tiene que ser un hombre de repente. Pero cuando eres un niño, aunque soy consciente de que hay bullying a niños gays y demás, mi experiencia era que yo podía jugar con otros amigos a bailar como baila Nico. Es en la adolescencia cuando llega la hora de la verdad, o de la mentira, todo se marca más y ya es más difícil. De hecho, ahora quiero escribir una novela sobre esa etapa y, claro, hay más conflicto.
– ¿Cree que Vallesordo puede poner a algunas personas ante el espejo de lo mal que trataron en su momento a niños como Nico?
– Sí, mira, eso no lo había pensado, pero se puede leer desde ahí, desde la posición de alguien que le ha hecho bullying a una persona como Nico. Me gustaría saber qué pasa por la mente de esas personas, qué sentirían al leerlo. Yo creo que la situación de los niños queer ha mejorado en estos años – la novela se desarrolla en la década de los 2000 – pero hay ciertas personas que hablan conmigo como si esto fuese lo que ocurría solo entonces, y yo no comparto esa visión. Es como la narrativa del progreso, del qué bien estamos, y obviamente se han hecho avances, incluso legislativos y legales, que son muy importantes, pero a nivel de cómo viven esos niños de verdad, considero que la situación es parecida.
– Al hilo de los niños, ¿piensa que el público infantil puede leer este libro?
– Sí, sí, sí. Una señora del pueblo me dijo cuando empezó a leer: pero si esto es un cuento para niños. Yo le respondí que siguiera leyendo a ver qué pasaba. Otras personas también se desconciertan al principio porque se plantean si van a tener que estar 200 páginas escuchando a un niño. Y sí, efectivamente. Así que los adultos se sorprenden y yo creo que los niños podrían leerlo. Sería como un niño hablándole a otro niño. También desde la editorial, que se ha portado genial, al principio se vio sin saber muy bien a qué público iba dirigida la novela, y eso me gustó mucho. Yo no escribí pensando en quién lo iba a leer, pero me parece maravilloso que genere esto, que lo pueda disfrutar tanto un niño de diez años como una señora de noventa; que cada persona tenga su viaje.
– Zamora está muy presente en el libro. A veces, disimulada con nombres ficticios; otras, de manera explícita. ¿Por qué decidió ubicarlo aquí en lugar de ir a la inventiva pura?
– Creo que, en parte, tiene que ver con las condiciones en las que yo escribí el libro. La mayor parte de la novela está escrita en la biblioteca de Viriato, así que cuando salía a tomar un café a media mañana me imaginaba a Nico por ese espacio por el que he pasado tanto a lo largo del proceso. Al final, es como que se ha fusionado la realidad con la ficción desde el punto de vista de los escenarios. Y luego es que me apetece querer mucho a esta ciudad. No sé si todavía la quiero tanto como me gustaría, porque me mudé aquí hace un año y siento que me estoy acostumbrando aún, pero su presencia en el libro es también un pequeño homenaje.
– ¿Y Vallesordo?
– Vallesordo fue un título que ya utilicé en el Máster de Escritura Creativa para un relato fantástico que escribí en una mañana y en el que el resultado no fue muy bueno. La verdad es que yo tenía ganas de leer algo en clase y confundí ese deseo con la calidad del texto. De hecho, iba leyéndolo y yo mismo decía: madre mía. El caso es que, después, una amiga que se llama Mer se acercó mientras comía una manzana y me dijo que le había gustado mucho el título del relato. Yo nunca había visto esa palabra desde fuera. Para mí era como algo que tienes en casa y te lo pones, pero desde ahí empecé a ver la palabra más bonita. De hecho, al empezar a escribir esta novela, ya le puse ese título provisional, pero la verdad es que se fue ganando el derecho a estar ahí, se solidificó. De últimas, me propusieron cambiarlo, pero al final se quedó. Y menos mal, porque siento que tenía que ser así.
– El nombre es también el de un paraje cercano a Palacios del Pan. ¿Los lugares que describe también se inspiran en las calles, las casas o los negocios que usted recorría de pequeño?
– Sí, sí, todo son lugares que son como Frankenstein, en el sentido de que juntan varios espacios para formar uno. La verdad es que, al igual que creo que se me da bien inventarme personajes con facilidad, con los sitios me cuesta bastante. De hecho, pienso en autores de ciencia ficción como Philip K. Dick y digo: pero cómo es posible describir una habitación que nunca has visto y llenarla de cosas que desconoces. Yo, de momento, no soy capaz. Por eso, la casa está hecha de las cuatro casas que yo he conocido, por ejemplo. Al final, eso también me ayudaba a conectar, volviendo a lo del principio, con esas emociones que recuerdo haber sentido. Me es más fácil conectar con eso si lo hago a través de aspectos sensoriales. Yo que sé, por ejemplo, cómo huele la calle de Palacios en verano, que olerá como todas las calles de todos los pueblos, pero busco mi recuerdo. El bar que aparece en la novela ya no existe y tenía un olor particular, así que sentía que necesitaba conectar con ese olor para construir la atmósfera del local. Y un día, cuando estaba en la Fundación Antonio Gala en Córdoba y salía a correr dos o tres veces por semana, pasé por un bar y dije: ostras, es ese olor. No sé cómo describirlo. Sería como un lugar con madera, en el que la gente ha fumado mucho y huele como a barriles de cerveza y a tapa de tortilla. No sé, era una cosa así, pero muy particular. Y ese bar de Córdoba lo tenía. Me acuerdo de estar corriendo y parar. Me ayudó mucho. Son cosas guays de la escritura, porque es como que de repente estás corriendo por Córdoba y encuentras eso. Es como la magdalena de Proust.
– Lo ha venido comentando un poco a lo largo de la entrevista. Su carrera iba enfocada, de forma muy prometedora, hacia el Derecho. Decidió salirse, es de suponer que contra el consejo de mucha gente, y dedicarse por entero a la escritura. ¿Hasta qué punto ha sido difícil mentalmente el proceso hasta llegar al primer libro? ¿Cómo se afronta ese salto en los momentos en los que se puede pensar que uno a lo mejor no es capaz de escribir?
– Esta es una buena pregunta. Era como abandonar todo por un sueño. Lo volvería hacer, pero sí que pienso: qué manera de cambiar, de hacer un giro de 180 grados. No te quiero soltar la chapa tampoco….
– Entiendo que no es una pregunta para responder en unos segundos.
– Claro. Yo dejé el Derecho de manera muy romántica en el sentido de los escritores románticos cuando se sentían iluminados. Una semana antes de que fueran las oposiciones de Abogacía del Estado, yo sentí que mi camino no era ese y que quería dedicarme a la escritura. Se lo dije así a mi preparador: oye, que voy a dedicarme a la escritura y ya está. Eso nadie lo entendía y fue como muy duro. Lo entendía yo y los señores y las señoras a los que leía. Por ejemplo, Agustín García Calvo. Leerle a él me ayudó un montón en esa etapa inicial.
– ¿Hubo varias?
– Sí, al principio, tras dejar la oposición, estaba escribiendo una novela anterior a esta. Lo hice durante nueve meses y cuando la terminé dije: bueno, ha sido como un entrenamiento, pero no era algo que yo quisiera publicar. A partir de ahí, hubo cosas difíciles. Primero, la incomprensión. Yo entiendo que, para mis padres y el resto de mis familiares, Vallesordo es el primer libro que leen. Entonces, antes de eso, no entienden que alguien deje una carrera prometedora para hacer algo que ellos no conocen y que no valoran. Era una batalla perdida, porque ellos me decían: haz lo que tienes que hacer y luego dedícate a escribir como un hobby. Y eso a mí me parecía una incomprensión mayor, porque lo que yo había descubierto era como un vendaval y yo quería dedicarme a ello de forma total.
– No cabía un trabajo de ocho horas aparte.
– No, efectivamente. Y era una época en la que yo leía de una forma un poco enferma. Ahora ya no es así, pero hubo un tiempo en el que empecé a dedicar las mismas horas que antes invertía en opositar a escribir y leer. Tanto, que me acuerdo de leer un montón de libros de los que apenas recuerdo nada: el Ulises, el Quijote, Ana Karenina… Me acuerdo de que me aburrí un montón leyendo ese último, no me gustó nada. Luego, de otros como Madame Bovary disfruté un montón, pero era como que sentía que había perdido el tiempo y que tenía que descubrir. En paralelo a esto, y creo que tiene sentido contarlo, cuando tomo la decisión es cuando me enamoro por primera vez de un chico, así que sale una sensibilidad que yo no me había permitido tener en muchos aspectos. De repente, estaba enamorado, quería ser escritor y tuve una sensación arrolladora. Esa persona de la que te hablo ya no está en mi vida, pero a él le quiero un montón porque fue muy importante. Luego, claro, ha habido etapas en las que todo era muy ilusionante y otras en las que había nubarrones. Sobre todo, después de que se me acabara la beca que me dieron en la Fundación Antonio Gala.
– ¿Qué ocurre ahí?
– En ese momento, Vallesordo estaba lejos de llegar a Libros del Asteroide, ni lo había acabado, y a nivel económico no tenía ni un duro. Era junio de 2023 y estaba en el pueblo viviendo con mis padres, pero a nivel de novela es justo ahí cuando encuentro la voz. Fueron meses chungos porque ganaba 300 euros dando clases particulares y me gastaba 200 en terapia y 100 en la gasolina para venir a la biblioteca a escribir. Ahí me agarré al libro como a una tabla. Dije: esta es mi vida ahora mismo y es lo que tengo que hacer. Así estuve unos cuantos meses hasta que le envié la novela a Carolina Mattolini, que es mi agente, y ya todo fue súper rápido de repente. Se me abrieron muchas puertas y firmé con Libros del Asteroide. Con el adelanto pude venirme a vivir a Zamora e independizarme gracias a la literatura, pero claro que ha habido momentos de duda. Aún así, ha merecido la pena el viaje.