Hace años, cuando comprar ropa era un ritual y no una compulsión, los rótulos de tiendas como Polo, con sus vistosas letras amarillas y naranjas, invitaban a las señoras a entrar en una tienda en la que no había necesidad de carritos ni plataformas de pago. El pasado mes de septiembre, ese mismo rótulo se asomaba entre los escombros de un contenedor de obra en la Plaza Mayor. Desconchado y sucísimo, estaba claro que había vivido tiempos mejores.
Ya estaba camino del vertedero cuando mi amiga Lucía, avisada por otro amigo y tras horas preguntando por ahí qué se hacía en una situación como esa, llamó a la empresa de desescombros para ver si podía llevárselo. Al otro lado del teléfono, sorprendidos, le preguntaron que para qué lo quería. Ella le contó que era algo importante, les dijo que incluso había una red para visibilizar la identidad e historia de estos letreros –Zamora Patrimonio Gráfico, una iniciativa liderada aquí por Javier García Martín y adherida la Red Ibérica en Defensa del Patrimonio Gráfico, que cumple la misma misión en otros lugares– y les pidió que no lo tirasen. Fue allí, pagó de su bolsillo lo que le pidieron por él y lo libró de la escombrera, aunque no supiera bien qué hacer con semejante armatoste.
Antes, en 2022, en su cuenta de Instagram (@hola_luteson), ella misma había creado un abecedario con las tipografías de algunos rótulos emblemáticos del comercio de Zamora. Durante semanas, en cada café o cada caña, sacaba el teléfono y apuntaba en una lista los nombres que salían en la conversación mientras desbloqueábamos unos recuerdos casi siempre amables. Al compartirlas en público, el ejercicio de memoria colectiva se multiplicó: a las historias propias que dejaba en cada foto se iban sumando más comentarios y vivencias vinculadas a esos lugares, muchos de ellos cerrados y solo vivos en nosotros mismos. Con apenas unos trazos, todos parecíamos escuchar la cafetera del Chantal y oler el café de la Flor de América, o sentíamos la ilusión genuina del columpio de Oso D’Or cada vez que nos llevaban a comprar zapatos cuando éramos niños.
Foto: @hola_luteson
Hace un par de días desmontaban el cartel del Multicentro Tres Cruces, unas llamativas letras rojas que vieron latir el corazón de Zamora durante décadas. Lamentablemente, solo es el último caso de algo que, de forma sutil y sin mucho ruido, lleva mucho tiempo empobreciendo nuestras ciudades: la destrucción sistemática del patrimonio gráfico. Con el cierre de los comercios tradicionales y su progresiva sustitución por las grandes cadenas, también hemos perdido esos rótulos coloridos y originales, con tipografías y personalidad propia, que hicieron más por el marketing y las ventas que todos los gurús de LinkedIn juntos.
Además de una gravísima pérdida patrimonial –nos llevamos a la cabeza cuando derrumban un edificio, pero ni a la ciudadanía ni a las instituciones parecen importarles demasiado los rótulos que también forman parte de ellos–, la desaparición de este tipo de elementos causa una herida profunda en el paisaje de nuestras calles. Al visitar una ciudad, puede bastarnos con disfrutar de sus iglesias, sus monumentos o sus museos. Sin embargo, habitarla es convivir con todo lo demás: ver la belleza y el arte en lo cotidiano, buscar el refugio de lo que permanece frente a la velocidad con la que todo lo demás cambia. Es contemplar las pequeñas cosas que la hacen extraordinaria y única frente al resto, buscar las pistas que te dicen que estás aquí y no en cualquier otro sitio. Aunque no siempre nos fijemos en él, el patrimonio gráfico que hoy se destruye sin miramientos es una de esas cosas que mejor reflejan el alma de un lugar.
La paulatina despersonalización de las ciudades contribuye al desarraigo y la desafección en un momento en el que mirar a nuestras raíces sea quizá la única forma de no hundirnos en las arenas movedizas de los tiempos. Destruir o sustituir rótulos como el de Polo o el del Multicentro por otros con tipografías impersonales que servirían indistintamente para una cafetería en Zamora o para un tanatorio en Helsinki es algo que empobrece nuestras calles y a nosotros mismos, nos resta sensibilidad y nos hace un poco más impermeables a la belleza que nos rodea.
En el magnífico blog de Zamora Patrimonio Gráfico se recoge una cita del escritor Julio Llamazares: «El paisaje es memoria. Más allá de sus límites, el paisaje sostiene las huellas del pasado, reconstruye recuerdos, proyecta en la mirada las sombras de otro tiempo que solo existe ya como reflejo de sí mismo en la memoria del viajero o del que, simplemente, sigue fiel a ese paisaje». Ojalá algún día sepamos valorar que, como el bosque o la montaña, la ciudad también es un paisaje que nos conforma, nos empapa y nos vincula a los demás. Y ojalá no necesitemos perderlo para ello.