Este mes de marzo desembarca en la ciudad el rodaje de la nueva película de Icíar Bollaín. Una de las directoras más importantes del cine español ha escogido Zamora para hablar sobre el acoso que sufrió la concejala del Ayuntamiento de Ponferrada, Nevenka Fernández, hace más de veinte años. Para esta película, la directora viene acompañada por un equipo de unas cien personas, y esto me hace reflexionar sobre un par de temas que han estado de actualidad en los últimos meses: el boicot a algunas producciones y la manida queja de las subvenciones.
Unos meses atrás, la actriz Itziar Ituño se dejó ver en una manifestación donde se reclamaba el acercamiento de presos a cárceles situadas en el País Vasco. No es la primera vez que acude a una de estas convocatorias. Cuando esto ocurre, y determinados medios lo hacen público, no tardan en salir personas pidiendo que se boicoteen las películas o series de esta actriz.
Y aquí empiezan mis dudas. ¿Es normal pedir el boicot a una producción en la que trabajan cien personas, por poner el ejemplo de la película de Bollaín, por la opinión política de una sola? ¿Por qué importa más la opinión del rostro conocido de una actriz que la de un técnico de sonido o un ayudante de post producción? ¿Qué gana aquel que promueve este tipo de boicot dañando el trabajo de una empresa y de tantos trabajadores que conforman el equipo de una película?
Intentemos extrapolar una polémica así, por ejemplo, al mundo del fútbol. Si la opinión política de un futbolista del equipo del que soy hincha no coincide con la mía, ¿debería dejar de ver el partido de mi equipo el próximo fin de semana? O más allá, ¿debería hacerme forofo de otro equipo en el que todos los integrantes de la plantilla piensen como yo? Parece ilógico de todo punto.
Por lo tanto, creo que debemos tener cuidado con los boicots que proponemos o a los que nos sumamos solo por seguir el clickbait de algunos medios de comunicación en busca de carnaza, sobre todo cuando puede afectar al trabajo de un gran número de personas.
Pero sin duda, el tema por excelencia a la hora de criticar el cine son las subvenciones. Hace poco tiempo, el siempre genial y certero David Trueba, se hacía moderadamente viral explicando en una charla el funcionamiento de las subvenciones a la vez que comparaba el dinero que recibe la industria del cine con el que reciben los partidos políticos o grandes empresas como Seat o FASA-Renault.
Comentaba el cineasta que si te gastas tres millones de euros en hacer una película, el Estado te devuelve setecientos cincuenta mil, pero para eso «tienes que gastarte primero tres millones, guapo». También comparaba el dinero que reciben los partidos que suelen criticar las subvenciones al cine, unos 120 millones anuales, con el que se destina a la industria del cine en su conjunto, incluyendo las salas, unos 35.
Recientemente caía en mis manos el Proyecto de Presupuestos Generales para este 2024 de la Junta de Castilla y León, cuyo vicepresidente ha sido muy beligerante con el sector cinematográfico. Según este plan oficial, se destinarán 2.273 millones para «operaciones de capital que incentiven el crecimiento económico y la creación de empleo». En román paladino: subvenciones.
Entonces, ¿cuál es el problema en que las productoras cinematográficas que crean riqueza y empleo con sus proyectos puedan recibir subvenciones públicas? ¿Tienen menos derecho a ejercer su profesión los trabajadores del audiovisual que el resto? ¿Por qué este tipo de discursos simplistas centran siempre su ira en la cultura, especialmente y con más inquina, en el cine? Puede ser que, como dice Trueba, el cine sea la pulsión narrativa de un país y por tanto nos enfrenta muchas veces a nuestras propias contradicciones para avanzar y progresar como sociedad, y esto no siempre suele ser del agrado del poder. Quizás me equivoque.