– ¿Dónde están?
Ángel Andrés, el alcalde pedáneo de Abejera, aparca su coche amarillo junto a un par de vecinas que están sentadas junto al pilón. Pregunta por los bomberos de Zamora, que son los únicos que en la mañana del miércoles, horas después de que el pueblo fuera engullido por las llamas, están en la zona refrescando y vigilando un fuego en el alto de los molinos, el que posteriormente obligó a desalojar Sesnández. Está visiblemente cansado después de una noche eterna en el pueblo. No ha dormido y no tiene previsión de hacerlo en las próximas horas. Lleva el maletero cargado de agua helada para dar a los bomberos.
Desde ahí, el mismo punto por el que entró el fuego al pueblo, recuerda la noche del martes y señala a unos olmos que hay a la entrada. Miden más de 15 metros perfectamente. Están quedamos en la copa, hasta la última hoja, mientras que la parte más cercana al suelo está intacta, dos colores perfectamente diferenciados, verde abajo y negro arriba. «Era una bola de fuego, llamas más altas que las casas, se metió en el pueblo hasta esa calle», asegura mientras señala a una zona que está a varios metros. «Hasta ahí llegaron las llamas». Después, indicó a los bomberos por las calles del pueblo y colaboró como pudo en la extinción de las llamas. Entre todos, salvaron casas.

Lo peor fue organizar la huída. En el caos resultaron heridos cuatro vecinos, que viajaban todos en el mismo coche y a los que las llamas sorprendieron cuando querían salir del pueblo. Un matrimonio de avanzada edad, su hija y otro vecino. «No sé, no sé cómo se compondrían, no sé…», se lamenta el alcalde. Escucha la conversación Salvadora, otra vecina que, aunque pasó la noche fuera, no ha tardado en volver. Su hijo está más arriba, refrescando la entrada al pueblo con un joven forestal de la Junta. Se resiste a hablar con el pesar de lo que pasó unas horas atrás.
Cuando se lanza, como todos los vecinos del pueblo, apunta a la UME. «No a los que había aquí, al operativo de la UME», aclara, «que no deja que diez hombres vayan a apagar un foco pequeño que estaba amenazando al pueblo y que se convirtió en un monstruo que casi nos mata». El pueblo lo defendieron, cuando las llamas apretaban, bomberos de la Diputación y del Ayuntamiento de Zamora. Ellos y unos pocos vecinos que se escondieron como pudieron para quedarse y defender lo común. Los principales daños están en la calle Honda, la que bordeó el fuego cuando venía desde Puercas antes de avanzar en dirección a Riofrío. «Hay gente que ha perdido mucho, hay animales muertos», lamenta el alcalde pedáneo. «Gallinas, conejos… todo».

En el pueblo vecino la situación es un poco mejor. Las llamas han estado a la puerta, «venían de allí», de Abejera, asegura Pepe, vecino de Riofrío y dueño de la primera casa que se iba a encontrar el fuego si conseguía entrar al pueblo. Le pilló «la nube fea» que venía en dirección al pueblo en el huerto, recogiendo unas ciruelas que, pese a todo, no tiró. Las echó a una bolsa, puso la bolsa en la caja de la bici y tiró para casa, a cosa de un kilómetro de la huerta. Aún las tiene en la bolsa, sin sacar.
La vivienda ha estado rodeada, pero no presenta daños. «Si no hay daños en esta no creo que haya nada en ninguna del pueblo», asegura en compañía de su hija, que ha venido desde Valladolid para comprobar como está la situación y, «si hace falta», llevarse a su padre del pueblo. Él no quiere irse. El fuego atacó la vivienda de frente, quedándose a menos de diez metros, la rodeó por la parte de arriba y la cercó por detrás, por un pinar que ahora se ha reducido a un montón de palos negros. Después, saltó la calle y continuó por detrás, quemando unas edificaciones viejas. Desde la ventana de Pepe antes se veía verde y ahora se ve negro.

Él tampoco vio medios de extinción trabajando en el terreno cuando las llamas apretaron, pero no está tan enfadado como en el pueblo vecino. «Sería más urgente que estuvieran en otro sitio», razona, y apunta al calor. «Aquí, en Riofrío, días de estos, de 37 grados, tantos seguidos como ahora, no hemos tenido en la vida. Tengo yo en mi habitación 32, que lo marca el termostato. Cómo no va a arder todo, con lo abandonado y lo seco que está», termina mientras se disculpa y se mete a casa a intentar dar una cabezada antes de comer. La noche, asegura, ha sido eterna.
