El día está a punto de dar paso a la noche en Losacio y un grupo de casi 50 personas mira al horizonte en dirección Puercas, desde la zona alta donde se ubican algunas instalaciones deportivas. La Guardia Civil acaba de pasar por el pueblo para pedir tranquilidad, pero también para advertir: «Estad prevenidos». Lo que se ve al fondo, allá donde posa los ojos la gente, es un brillo naranja del que emerge un humo negro. El fuego. Otra vez.
Losacio fue el origen del incendio más devastador de la historia de España, el segundo de los de la Sierra de la Culebra en 2022. Nadie por aquí ha podido olvidar aquello. El pueblo estuvo verdaderamente al límite, cercado por las llamas, con parcelas convertidas en ceniza al pie mismo de las casas. «No me quiero ni acordar», apunta una vecina que mira ahora al frente, tres años después, sin apenas contener las lágrimas.

A su lado, un hombre habla con sus hijos en francés mientras contempla también la escena. De nuevo es tiempo de población vinculada en la tierra. Más incluso que en aquel julio del 22. Pero también están los de siempre, los vecinos de todo el año. Entre ellos, los agricultores, que han subido para arar el perímetro y para prepararse por si las llamas llegan. Lo cuenta Fermín López, uno de ellos. Él lo tiene claro. Harán lo que esté en su mano. Horas después, el peligro parecía haberse disipado. Pero nunca hay que cantar victoria mientras el incendio siga activo.
Losacio es un pueblo particularmente sensibilizado con los fuegos, pero las escenas se repiten de un modo u otro en los pueblos amenazados por los grandes incendios que han golpeado en las últimas horas a la provincia: el de Aliste, con epicentro en Puercas; y el de La Carballeda y Los Valles, con origen entre Uña de Quintana y Molezuelas. La imagen apenas cambia: son hombres y mujeres asomados a los balcones, a las zonas abiertas o a las partes altas. El fuego no está todavía, pero viene. Al menos, existe ese riesgo.

En esos instantes, los vecinos hacen sus cálculos, estiman por dónde puede ir el viento, se ponen en lo peor y luego se intentan convencer de que no, de que no les va a tocar. Pero algunos no tienen esa suerte. Muy lejos de Losacio, en San Pedro de la Viña, una mujer deambula nerviosa por el entorno de su casa, a las afueras del pueblo en dirección Ayoó. Desde allí habla con algunos familiares que están en Congosta. Son las cinco de la tarde y, en esos momentos, la localidad vecina acaba de ser confinada.
Horas más tarde, las llamas amenazarán también a San Pedro, donde en ese instante la gente se asoma, elucubra, teme. «¿Irá para aquí o para Fuente Encalada? ¿Cómo estará el tema para ahí adelante?». Preguntas que solo responde el tiempo. En Congosta, por ejemplo, solo 45 minutos antes, un hombre vestido con la camiseta de Lamine Yamal se va temiendo lo peor porque ve cómo el humo se acerca y la llama se empieza a ver. Más arriba, otra mujer con hijos pequeños se resigna tras volver del desalojo del día anterior: «Ni habíamos sacado las cosas del coche».
Angustia repartida
Aquí, los temores se cumplen. Pero la angustia se reparte por decenas de pueblos que sienten que están en riesgo, llegue o no el incendio. Ocurre por Aliste en un Vegalatrave en fiestas, con los vecinos mirando hacia Puercas; también en Domez, con el mismo brillo naranja que el que veían los de Losacio, pero desde otra perspectiva. Los de Gallegos del Río están abajo y no ven tanto, pero saben que lo tienen cerca. Ya a medianoche paran a los coches y preguntan: «¿Venís de allí? No sé si nos libraremos». Solo el viento y el fuego lo saben.
