A las puertas de la iglesia del Sepulcro de Toro hay nervios. Y no, este año no es por la lluvia. Ni siquiera por nada que tenga que ver con el Vía Crucis procesional que está a punto de comenzar. Falta un ratito para que den las diez de la noche y lo que ocurre es que un par de chavales siguen con atención, a través del móvil, las andanzas del Real Madrid en la Copa de Europa de fútbol. Las voces del comentarista se mezclan con las conversaciones de los cofrades que aparecen, pero pronto quedará claro que en el Santiago Bernabéu está todo visto y que en el desfile queda un mundo por descubrir.
Un cofrade veterano lo advierte ya en el interior del templo: «Esta es larga, pero vale la pena». Aviso por un lado y estímulo por el otro. De fondo, un grupo de hermanos se aprieta el traje, otros aprovechan para retratarse sonrientes ante el Cristo de la Expiración y algunos más salen a echar el cigarro antes de que todo arranque. También unas niñas que han ido con sus familias apuran la tarde de juegos sobre las plataformas exteriores y una madre se saca un imperdible de la chistera para hacer la última corrección en el caperuz. Escenas cotidianas previas a la solemnidad.

De repente, dan las diez y media y todo entra en la penumbra. En esas, suena la corneta y salen los bombos y los tambores. El sonido intermitente de los instrumentos cubrirá la noche de Toro hasta el encierro de la procesión en la Colegiata. Los hermanos salen poco a poco, se colocan en la plaza, frente al Ayuntamiento. Todos portan sus teas y solo el fuego ilumina la escena para revelar la predominancia del negro y el blanco en su indumentaria. La imagen titular pone el broche.
Cuando el desfile deja atrás la iglesia, uno de los últimos cofrades entra en la plaza arrastrando un altavoz. La imagen es curiosa, pero pronto se entiende. Por el micrófono,habla la alcaldesa, Ángeles Medina. Luego el cura. Es el momento del juramento de silencio de los hermanos. En plena ceremonia, el sacerdote coloca a los cofrades de rodillas. Es parte de la liturgia. Una mujer de fondo se lamenta: «De rodillas. Pobres túnicas…». Pero su apreciación queda ahogada entre la multitud. Luego, suenan los bombos y la corneta. Y el recorrido arranca de verdad.

Los hermanos viajan con la campana, con la cruz y con el Cristo de la Expiración por la ciudad. A su llegada, solo unos segundos antes, las farolas se van apagando, casi como en un acto reverencial. Menos cuidado tiene una mujer que sale del garaje en la calle de la Judería casi en el descuento, cuando el primer hermano aparecía. Premio para el policía municipal que encauzó la situación.
El vehículo aparta brevemente a un niño rubio de la primera fila. El muchacho vocea: «¡Los veo! ¡Venid aquí conmigo, por favor!». Y su madre llega, pero le pide que calle. Otra vez los tambores. Y la corneta. Y el rezo del Vía Crucis. Una pareja se asoma a la ventana de su casa baja para seguirlo; otros fieles acompañan a la procesión durante todo el recorrido. Pronto, solo quedará la Colegiata.
El final
Allí llega el desfile en torno a la medianoche. Los bares apagan las luces, las gentes salen, venidas de casa o de la barra, y contemplan y escuchan. Llega el canto, también el paso. Se ven la imagen del Cristo, la Colegiata y un cielo estrellado. Nada mal. El desfile da la vuelta hacia la otra puerta de la iglesia para acabar su recorrido. Mientras, la gente se agolpa en la entrada principal. Queda lo de dentro. Y hay más emoción y menos frío.
El rezo pone fin a la liturgia de la noche. Esta vez no ha habido nervios (por la procesión) ni dudas. Solo silencio, campana, corneta, bombos, tambores, cofrades y belleza.