
Ocho de la tarde pasadas. Los andenes están en calma y en los vagones quedan asientos vacíos, lujo subterráneo, estornudos de alivio. En la estación de Quai de la Rapée suben una niña y dos mujeres. Ya es hora de volver a casa, ya es tarde para la cena, ya han pasado la tarde de primavera en las explanadas adoquinadas a orillas del Sena. La una, seria, con impermeable verde de marinero, botas altas y un patinete de la mano, intenta que la pequeña deje de moverse y se siente entre ellas; la otra, con gafas redondas y pelo pajizo, le ríe las gracias a su hija, le señala puntos en el cuerpo, anima esa animación impropia del final de la jornada. Su pareja la fulmina con la mirada cuando la niña se suelta de su abrazo para deslizarse hasta el suelo por el asiento tapizado de colores sucios, gastados. El temblor del vagón la emociona. Acompasa los gritos al retumbo en las paredes, como un redoble de tambores, y observa durante un segundo, insignificante, las puertas que se abren, que se cierran, al llegar a Bastille. El tren se pone de nuevo en marcha. Una letanía lenta, rítmica, se acerca desde el extremo del vagón, desde el fondo de París: buenos días, señoras y señores, disculpen que les moleste; duermo en la calle, si alguien pudiera darme una moneda, un ticket restaurante, algo para comer. Un hombre camina encorvado, cojeando, entre los asientos y el respeto distante del resto de pasajeros. Intentamos no significarlo. Nuestra indiferencia no pretende más que ahorrarle la vergüenza, que nadie repare en su presencia. Que ni siquiera él lo haga. Cada vez hay más gente pidiendo en el metro, me digo, cada vez hay más gente durmiendo en la calle. A veces los monólogos se encadenan: no ha dejado aún de oírse la ristra de desventuras de un lado del tren cuando empieza a escucharse ya el siguiente, formando así una retahíla infinita. Pero, en ocasiones, la cadena se encasquilla. El hombre se detiene. Nos mira a los ojos y la voz se le engravece. Cómo es posible que en todo el vagón nadie me dé una moneda, solloza, de repente, con violencia. No tenéis corazón, grita, no sois hombres de verdad, no tenéis cojones. Sois personas solo a medias, nos espeta, incapaz de soportar más indolencia. Solo la niña se gira hacia él con una curiosidad voraz, abre los ojos, la boca, las orejas, las manos, el pecho, se deja absorber en ese nuevo túnel, en la contemplación caótica de las profundidades, en el primer choque de trenes de su vida. Se vuelve hacia sus madres y se ríe, feliz de estar despierta. Nadie más se mueve. Mientras tanto, el hombre luce desorientado, como si se preguntara si ha hablado en voz alta, si no habrá soñado el sonido de su propia voz, antes de descender junto al resto de viajeros en République.