Su padre nació en Castilla y León; su madre, en Castilla-La Mancha, pero Jaime vino al mundo en Madrid. Hasta aquí, nada raro. Hay mil y una historias de personas que se juntan allá donde tuvieron que marchar porque en casa faltaba el trabajo. Lo que ya es menos frecuente es que, con un niño de cuatro años, a mediados de los 90, dos adultos decidan dejar la capital para retornar a la agricultura en la esquina de una provincia ya de por sí periférica como es Zamora.
Pero los padres de Jaime lo hicieron. Y por eso él cuenta ahora esta historia. Si la familia hubiese echado raíces en Madrid, probablemente la vida de este treintañero habría ido por otros derroteros y se habría alejado de los campos de Fuentelapeña donde ahora hace la vida. Pensar en ello es ficción, de todos modos. En la realidad, el propio protagonista narra sus peripecias vitales desde la nave de Ajos La Guareña, el proyecto que levantó su padre y que ahora sostiene él, en el epicentro de la zona donde nació la marca de garantía del Ajo Zamorano, un nuevo asidero para sujetarse al pueblo.

Cuando se pregunta a los responsables de la puesta en marcha de ese sello por un ajero que represente bien a la nueva marca, los expertos señalan a Jaime, de apellido Maldonado, que recibe a la visita en su nave, a las afueras de Fuentelapeña, con un chaperón de por medio. Hay que arreglar la entrada a las instalaciones, y conviene aprovechar estos días de invierno para resolver todos esos asuntos. Cuando empiecen los calores, no habrá tiempo.
Jaime deja a los que saben con esa labor y se pone a cubierto para hablar de un negocio que comenzó más en serio cuando su padre «hizo capital» y se separó de un hermano para ponerse por su cuenta. «En Madrid, él trabajaba en una fábrica, pero las cosas fueron a menos y le gustaba más el campo que la ciudad», indica el responsable actual de la empresa, que aclara que, en un principio, su familia ponía patatas, cebollas y ajos. Hasta que su padre decidió apostarlo todo a una carta.
Y esa carta eran los ajos: «Si te especializas más, tienes la posibilidad de invertir un poquito en maquinaria específica», apunta Jaime, que admite que el producto tiene una ventaja sobre el resto: «Se trata de un mercado bastante sostenible». Ahora bien, siempre pueden venir las enfermedades, los profesionales están «muy capados» en fitosanitarios y es un cultivo al que hay que meterle muchas horas y bastante físico.
De hecho, a Jaime le gustaría sembrar más de lo que tiene, pero no le da para tanto: «Ahora estoy yo solo», recuerda el ajero de Fuentelapeña, que ya funciona en temporada alta con una cuadrilla, pero que aboga por un modelo de producción que pueda asumir y que le permita seguir invirtiendo en maquinaria para optimizar el proceso. Este año, con las rotaciones, ha plantado diez hectáreas. La previsión es sacar entre 150 y 170 toneladas en la campaña.
Para eso, todavía quedan unos cuantos meses de mimo, empuje y miradas al cielo tras el proceso previo que arrancó con la plantación en septiembre. Jaime mira a su alrededor y señala una de las máquinas: «Mira, esta por ejemplo sirve para desgranar. Compro la semilla en cabezas y se meten a unos 30 o 32 grados para que, cuando apriete la máquina, salgan los dientes mejor. Luego, pasan a un bombo que está allí y se le echa un producto que suele ser un enraizante con un fungicida», narra el ajero. Todo tiene su ciencia.
El profesional va contando el proceso, que incluye la retirada de las hierbas, el control de las temperaturas y de las lluvias para ver si aparecen los hongos, y todo tipo de cuidados hasta que llega junio y toca la recogida: «Nosotros, la producción de agricultura la vendemos al por mayor en verano», subraya Jaime, que se refiere a la variedad Spring Violeta, la que introdujo tras varias campañas de problemas con el ajo blanco: «Fueron dos o tres años en los que la mitad de la producción se empochaba», recuerda.
Jaime no renunció del todo a esa variedad, pero sí introdujo el cambio que permitió darle un respiro a un negocio que no solo se centra en la producción, sino que también ejerce como almacén, «para comprar y vender un poco». Ahora, la marca de garantía abre una nueva etapa para este productor y comerciante de Fuentelapeña, que cree que el sello del Ajo Zamorano puede ayudar «al menos para tener un renombre».
En definitiva, para «poder decir: aquí hay una calidad», recalca Jaime Maldonado, que destaca que la provincia ya era conocida por la feria de San Pedro. Con la marca, «esto parece otra cosa», advierte el profesional de Fuentelapeña, que ve más lejos el tema del envasado: «Estamos en un libre mercado de competición en el que, como pequeños productores, va a ser muy complicado competir», estima. Para llegar a ese punto, queda mucho trecho por recorrer.

Las dudas
A lo que aspira este vecino de La Guareña, aún con 32 años, es a vivir todo el proceso desde dentro. Y eso que hubo un tiempo en el que dudó: «Antes de cambiar de ajos, cuando vinieron esos años malos, me lo planteé. La agricultura es muy bonita, sacas lo que viene de tu trabajo, de esforzarte todo el año, pero a veces lo haces todo bien y no sacar el resultado que esperabas», comenta Jaime, que admite que hay campañas «desmoralizantes».
Su proyecto pasó ese achuchón y ahora el futuro viene con otro aire: «Hemos pasado momentos en los que veíamos cómo se llevaban los ajos para Rumanía a veinte céntimos el kilo, cuando el gasto por producción era de 60″, recuerda Jaime, que insiste en que, si el cambio no hubiese funcionado, ahora «no habría nave, no habría empresa y no habría nada».
Como si sus padres no se hubiesen marchado de Madrid. Pero eso sigue siendo ficción. En la realidad, este ajero de Fuentelapeña siguió adelante y ahora tiene un horizonte con mucho trabajo, pero también un escenario halagüeño y una marca de garantía en la mano. No es poco.