Los personajes de la mascarada de Sarracín corretean por la travesía del pueblo mientras preguntan a gritos: «¿Está Ana?». La respuesta de la gente que aguarda en los laterales de la calzada es negativa, pero pronto una voz advierte: «¡Juanito y Teresa, al fondo!». Los diablos se dan por aludidos y giran a la derecha, se cuelan por una calle estrecha y se dirigen a las puertas de una vivienda con un pequeño terreno a la entrada y una pasarela de cemento que permite acceder a la casa sin pisar la tierra humedecida por la niebla.
Los muchachos que este año mantienen viva la tradición del pueblo dejan la máscara y algún otro elemento de caracterización justo antes de cruzar la verja, y se quedan en la calle junto al matrimonio que aguarda a pesar del frío. El ritual es parecido al que se produce en otras casas: «De hoy en un año». La pareja ofrece tomar algo, pero los jóvenes rechazan la invitación: «Vamos a seguir». Juan y Teresa se quedan mirando cómo sus paisanos, los miembros de la generación nueva, se van por donde han venido. Luego, empiezan a hablar.
«Esto es una alegría para la gente del pueblo, porque es de toda la vida. Antes era de otra manera; ahora, los pobres bastante hacen», advierte Teresa, de apellido Blanco, que pronto alza la vista porque otro de los muchachos viene a por un palé.
– Todavía lo usamos, pero llévalo si quieres y luego me lo traes.
– No, Teresa, que es un compromiso
Al lado de su mujer, Juan Morán explica que, en otros tiempos, «había más gente viviendo en el pueblo de continuo que la que viene ahora» con la mascarada. La memoria de este hombre que cumplirá los 89 en 2025 alcanza todavía para recordar los años en los que «cada matrimonio tenía ocho chavales» y en los que los rapaces se subían a los negrillos para esquivar a los diablos del día de Año Nuevo.
«Había carámbano en las calles porque no estaba nada encementado. Íbamos con las cholas de madera y los herreros nos hacían una herradura por abajo», narra Juan, que constata la realidad que invade ahora Sarracín cuando la fiesta deja paso al tiempo ordinario: «Nada, cuatro viejiños». A su vera, la mujer regresa a las historias de antes: «Las mozas nos escondíamos de los diablos. Marchábamos para pajares o ‘ancá el demonio’ porque echaban muchísima cernada, pero los hacíamos correr», advierte.
Años más tarde, el propio Juan se vistió algún año con la mascarada antes de tener que marchar al extranjero o al País Vasco para mirar con otra esperanza al futuro: «Con diez años, ya fui pastor de 68 o 70 ovejas por aquí; luego, vaquero del pueblo; y ya me fui a correr el mundo», explica el vecino de Sarracín, que finalmente retornó y que ahora, a pesar de caminar rumbo a los 90, mantiene veinte cabras que saca cada tarde por la contorna del pueblo: «Vinieron unos de la Junta el otro día porque dicen que es el último cabrero de este tipo en la Sierra de la Culebra«, advierte Teresa.
El tiempo en contra del ganado
Juan asiente, pero deja claro que no será por mucho tiempo. Si de verdad es el último, pronto no habrá ninguno: «En cuanto pueda, las quito. Ya es mucho trabajo y no merece la pena», asegura el alistano, que enseguida vuelve atrás para rememorar las «siete cabreadas» que había en su pueblo, con 100 o 120 ejemplares cada cual, y los 17 o 18 ganados que llegaron a juntarse de manera simultánea en la localidad. Esos tiempos quedaron atrás.
«Ahora están paridas con unos chivicos…», desliza Teresa, antes de que Juan dé por concluida la charla. El frío aprieta y hay que preparar para salir con los animales. De fondo, las risas y el sonido clásico de la mascarada ponen la banda sonora. Quizá, las cosas no sean como antes por aquí, pero la conservación de los rituales prueba que la resistencia sigue firme. Nunca se sabe si habrá quien se anime con las cabras cuando Juan haya puesto el punto y final a las salidas después de comer.