Todo comienza en un garaje donde el frío penetra menos, los burros aguardan preparados y las madres ajustan los trajes de los hijos. Allí, los mayores dan consejos, se perfilan los detalles estéticos, se apuran los últimos tragos de cerveza y se profiere algún que otro grito. La escena forma parte del rito en Riofrío de Aliste. Apenas queda un cuarto de hora para que el último cohete anuncie la salida y, fuera, la gente se arremolina perezosa. El primer día de 2025 se ha presentado como uno de los más fríos del invierno. Cuesta aguantar a pie quieto.
Aún así, las gentes acaban por presentarse. Por allí hay vecinos, curiosos y fotógrafos a los que se les pide, no siempre con éxito, que midan dónde se colocan. Bien está documentar lo que pasa; peor, hacerse más presente de la cuenta. No en vano, lo que está a punto de suceder es un rito ancestral con unas particularidades que han ido resistiendo al paso del tiempo. Lo que ha de ocurrir y lo que no depende de los organizadores, de las personas que agitan ahora la bandera de los Carochos, que antes ondeó en manos de sus antepasados
Como herederos de lo de antes, diez minutos más tarde de la cuenta, los diablos abren las puertas del garaje y salen pasado el mediodía a las calles de Riofrío. El humo se siente, se huele y casi se palpa. De su sombra, salen los personajes vestidos de negro y asoman las tenazas rojas del Carocho. Después vendrán los demás personajes, hasta once. El camino arranca cuesta abajo. Y ya no habrá tregua.
En la comitiva van también los burros, siempre bajo la atenta mirada de su dueño, Jesús de Gabriel. Los animales acatan lo que toca en cada momento y se implican de forma dócil en una representación que va acumulándose por escenas. A veces, cuesta saber dónde mirar. Si uno se fija demasiado en las chanzas del gitano que cierra el desfile, corre el riesgo de llegar tarde al bautizo del hijo de la madama o de perderse la charla con las autoridades.
Los que saben más del tema van guiando al resto calle abajo. Algunos se suben a los muros para verlo todo, otros se acercan a por vino o a juguetear con las berzas que se acumulan en el carro. Esta es una mascarada participativa. Pasados unos minutos, los personajes se unen nuevamente en la esquina que va a dar a la calle Fonda. Ahora, toca ir cuesta arriba. De nuevo, el humo; otra vez los diablos. De fondo, las castañuelas y el carro.
El teatro al lado de la iglesia
En la parte alta, al pie de la iglesia, los vecinos cumplen con lo previsto y vuelcan el carro que lleva al ciego. Es allí donde se forma un círculo y se abre un telón imaginario que permite al espectador introducirse en una comedia de surrealismo en torno al personaje malherido. El gitano y el molacillo se afanan en la reanimación y tiran de la gente del público para enriquecer el relato. En torno a ellos, la filandorra pone a los espectadores perdidos de ceniza en un show que exige una pizca de maldad y otra de resistencia física.
La resurrección del ciego da paso al nuevo escenario, con los Carochos ya lanzados a las viviendas para felicitar los buenos días de años nuevos y pedir el aguinaldo. Esta vez, sin salir de la helada. Las luchas simbólicas entre los diablos y los gitanos permitirán a los personajes entrar en calor. Todavía queda toda la tarde, alguna danza y mucha picaresca. Cuando caiga la noche, también quedarán pendientes largos años de tradición ancestral en Riofrío.