Mientras media provincia suspira por medio rayo de sol, Villarino tras la Sierra resplandece ajena a la niebla. Pasan unos minutos de las tres de la tarde y casi da calor ver a los caballicos y a los zamarrones ataviados con los ropajes que manda la tradición y con las caretas protocolarias. No es común, pero este 26 de diciembre ha venido así por este rincón de Aliste rayano con Portugal. Además, la mascarada del pueblo se hace el día de San Esteban, caiga como caiga. Esta vez, en un jueves luminoso. Ya vendrán años peores.
Quien recalca lo del día inamovible es el alcalde pedáneo del pueblo. Su nombre es José Antonio Álvarez y su actitud, la de un tipo muy metido en lo que está haciendo. La gente le pregunta, él mismo da indicaciones de vez en cuando y además porta una vara con una cruz que tiene su papel en todo esto. Luego lo contará. Antes, el representante de los vecinos subraya que hay que ir cumpliendo la liturgia de una mascarada cuyos orígenes se remontan en el tiempo y que crea comunidad. Eso resulta evidente con solo un vistazo.
En realidad, eso es lo segundo en lo que se fija uno cuando acude por primera vez a presenciar esta mascarada. Lo primero son los personajes. En particular, los caballicos, a los que no conviene dar la espalda. Los dos tipos que los representan van vestidos con un mono y con unas caretas y arrastran un rabo que simula el del animal que les da nombre. Con ese apéndice, empapado primero y embarrado después, se giran y golpean en un movimiento casi coreográfico. El «latigazo» suele picar justo por encima del gemelo.
Junto a ellos viajan los zamarrones, que van vestidos con la colcha, la piel de la oveja, y con una pieza de la típica pana antigua. Con los caballicos, estos personajes se encargan de impulsar la cuestación, de recaudar el dinero que se va pidiendo casa por casa. En todas hay parada, y en cada una de ellas los vecinos preparan una mesa con bollos, bebidas y lo que sea para picar. Ahí es donde aparece la figura del mozo, del pajarico, que es quien pide finalmente la limosna para la cena de convivencia que se hace al terminar la mascarada.
En principio, la persona que encarna al pajarico ha de ser un quinto que asuma el rito de paso propio de Villarino tras la Sierra, pero cuesta encontrar gente de todas las generaciones. Esta vez, el encargado es Rodrigo Trabazos, un par de años más joven de la cuenta. Aún así, el muchacho cumple con la tarea y recauda. Más, de hecho, que el alcalde pedáneo, que porta la vara del santo y que pide la limosna religiosa. Ese era el detalle que faltaba por contar.
Con esa liturgia en marcha, un joven se acerca a uno de los caballicos cuando está empezando el recorrido y le susurra: «Empieza a repartir a degüello, que baje ya la gente». Y el personaje le hace caso. Las marcas de barro empiezan a aparecer sobre los pantalones de cada mayor, adulto o niño presente en el festejo. No hay distinciones. Es más, si llevas una cámara de fotos, te llevas ración doble. Los zamarrones colaboran con sus cachas para enganchar por las piernas a quien se quiere escaquear de dar el donativo. Hay que actuar para que nadie remolonee.
Mientras, el camino por las casas continúa, con puntos de recarga para el caballico con agua y barro. Con las calles ya asfaltadas, hay que hacer un poco de trampa. «Antes, en las casas lo típico eran las castañas, las aceitunas y las nueces, lo que había en el pueblo, pero ahora se ha pasado a los dulces, a los bollos, a las cervezas o al licor», aclara José Antonio Álvarez, que explica que lo que recaude el pajarico sirve para pagar la cena de esa misma noche.
A por la leña para el lumbrón
Es más, cuando termina el recorrido casa por casa, varios compañeros y él van con el tractor a por la leña que han cortado antes y hacen «el lumbrón». Antes, se cortaba ese mismo día, pero «la gente va harta de beber y se puede hacer alguna avería». De lo que se trata al final es de hacer comunidad a través de la tradición que se mantiene desde los ancestros. Bajo esa premisa, Villarino tras la Sierra consigue multiplicar por cuatro su población en un 26 de diciembre como este: entre los de toda la vida, los hijos de la tierra, los turistas y los curiosos.
«Además, cada año viene más gente joven, que es lo que da alegría y ánimo para que esto siga», apunta José Antonio. Unos metros más arriba, en una de las casas, dos niños ejemplifican la actitud de los niños ante la fiesta: uno, de nombre Héctor, se arrima permanentemente al caballico y termina por llevarse un golpe que soporta con estoicismo. A su vera, una muchacha llamada Alba se esconde, casi solloza, se tapa la cara, pero está. Lo ve. Lo vive. Lo que importa al final es sentir la alegría, el dolor, el miedo o la emoción que te invada como algo propio. La mascarada aquí y en casi todos los lugares es sobre todo pertenencia.