Los padres de Víctor Pérez son pastores. Aún hay que decirlo en presente, porque la jubilación está por llegar, pero el final se acerca. «No quieren que nosotros nos quedemos con las ovejas», advierte este joven de Sitrama de Tera que, por el trabajo de su familia, creció pegado a su abuela, a Justa. «Me he criado con ella, y de ella me viene la huerta», aclara desde la cocina de su casa familiar el chico que, hace algunos meses, logró el premio al mejor tomate de España en el certamen celebrado en Cantabria. Aún lo recuerda con una mezcla de incredulidad y alegría, mientras su madre observa su rostro desde la puerta. En la mirada de ella se marca con claridad el orgullo.
La historia de Víctor y sus tomates es la de un chico de pueblo con ánimo de quedarse en la tierra y de hacer cosas. Muchas cosas, en realidad. Ahí ha estado como bombero en la batalla contra los fuegos de la Sierra de la Culebra; en Tábara da clases en la escuela-taller; en Benavente se empapa del folklore y, en su pueblo, Sitrama, ha sido capaz de aunar las técnicas que aprendió de su abuela con los avances que ha ido aprendiendo por aquí y por allá. Por mera inquietud.
«En la huerta se pone de todo: berza, alubias, verduras de todo tipo… Pero el rey es el tomate. Toda mi vida lo he cultivado con mi abuela, pero ahora está mayor y se ha ido a Benavente, así que sigo haciéndolo yo como ella me enseñó. Lo que pasa es que me he modernizado un poco con el tema del invernadero que tenemos ahí afuera», explica Víctor, que se expresa con claridad y desparpajo y que aún se pregunta cómo pudo ganar aquel certamen. «No me digas».
Lo que sí tiene más claro este productor de tomates de Sitrama de Tera es por qué puso el invernadero: «Hay un señor ahí que se llama Victorino que lo hacía, y se le notaba que ya tenía producto maduro en mayo mientras que los nuestros no se podían comer hasta últimos de julio o primeros de agosto», narra Víctor, que no dudó: «Dije: pues hay que hacer el invernadero». Desde entonces, todo su ciclo se ha adelantado. De hecho, la próxima semana, pondrá la primera tanda para la nueva temporada. Todavía en diciembre.
«Lo haré el 20 o el 21 porque miré el calendario lunar de Michel Gros, y siempre me rijo por eso», asegura Víctor, que más tarde hará otro semillero en febrero y uno más en mayo: «Ahora no sé cuáles sembraré, porque tengo bastantes variedades», desliza este joven de Sitrama de Tera, que cuenta a continuación cómo utiliza las bandejas con agua, aprovecha el calor de la caldera, coloca un foco de rayos ultravioleta y empuja el nacimiento de los tomates poco a poco hasta que los puede trasplantar a la tierra.
El asunto tiene su trabajo, y exige vigilancia y protección: «Los -3º te los aguanta, pero si hay -6º un día ya se estropean. Por eso hay que tener cuidado», comenta Víctor, que hace de todo para que sus tomates sobrevivan a los tiempos más delicados. El suyo es el fruto de un aprendizaje de toda la vida que se ha ido asentando desde que, en 2018, empezó a utilizar su sistema. Desde ese momento, se introdujo en grupos de Whatsapp y redes con gente que él denomina «frikis de los tomates». Y se incluye. Fueron esos apasionados «de toda España» los que le animaron a presentarse al concurso.
«Me dijeron que tenía que ir, que tenía muy buena mano. Yo les mando fotos y vídeos de los tomates, de la huerta en general, pero nunca iba al concurso y esta vez me animé. Marché para allí con una chica de un pueblo de Astorga que se llama Olga, y nos dijeron que teníamos que llevar cuatro o cinco kilos de cada variedad», recuerda Víctor, que asumió que «ni de coña» tenía tales cantidades, así que metió en el equipaje cuatro ejemplares de cada planta. Aún así ganó. El primer premio, con el producto procedente de la grana de la abuela Justa; el cuarto puesto, con el de Victorino. Sí, el del invernadero.
Conviene apuntar aquí que este chico de Sitrama de Tera ubica sus plantas y sus tomates con el nombre de los vecinos que le dieron las semillas. Curiosamente, el elegido como mejor de España fue el que más apego sentimental le genera. «Casi es el día de hoy y no me lo creo», reconoce Víctor, que tiene ahora «123 o 124 tomateras» y que no se plantea comercializar nada: «Esto es economía de subsistencia, como digo yo. Al poco tiempo del concurso me llamaron de Madrid, no sé si de un hotel o de un restaurante, pero les dije que no», aclara Víctor.
El legado y el apego a la tierra
La idea de este chico de Sitrama de Tera es continuar con el legado, con la huerta, con su vida: «Mi abuela me decía después del premio que la habían visto en todos los sitios y que ella no quería salir en ningún lado», destaca divertido el nieto de Justa, que ya se va considerando un experto en tomate por derecho propio. Mejor esto que lo de los fuegos, piensa su madre, mientras Víctor se emociona al recordar a Daniel Gullón, la primera víctima del incendio de Losacio, con quien compartía trabajo y también los secretos de la huerta.
«Hasta la carne se me hiela todavía», susurra Víctor antes de salir a la calle, cruzar hacia el invernadero aún vacío y reflexionar para sí mismo acerca de los tomates: «No sé si ponerlos el 20 o el 21, lo tengo que pensar». Lo que parece que ya tiene claro es que esta enseñanza de la abuela Justa queda para su familia, para su gente cercana y para él. De Madrid pueden seguir llamando hasta que se cansen.