Hace poco más de treinta años, Sara y Patxi se vieron ante una encrucijada clave para cualquier joven que abandona su etapa formativa y mira hacia su edad adulta entre el vértigo y la ilusión: «Fue el momento de buscarnos la vida», concede ella. Los dos estaban en León, se habían formado como biólogos y habían viajado por las provincias de alrededor para acampar, ver pájaros y disfrutar de la naturaleza. Y, en una de esas, acabaron en Arribes, en Fornillos de Fermoselle: «Nos enamoramos de la zona por muchas razones: la tranquilidad, la belleza, la naturaleza… Y también vimos que había muchas oportunidades», asegura esta mujer.
A partir de ahí, Sara y Patxi empezaron a mirar en serio la posibilidad de mudarse a ese pueblo que había conquistado su espíritu, encontraron la ayuda que buscaban en una familia de apellido Corral y se instalaron en Fornillos. «Yo he vivido muchos años en Francia, y allí en cada pueblo tenían su quesería artesanal, así que veía la posibilidad de vivir en un sitio como este y de tener ese tipo de negocio», abunda esta mujer, de apellido Groves-Raines y de origen norirlandés. La narración de esta historia familiar tiene lugar en el mismo rincón de Arribes donde comenzó una aventura que aún continúa.
Los dos biólogos celebran este año el trigésimo aniversario de La Setera, la quesería que montaron, de forma inopinada, en Fornillos de Fermoselle y que ha sido y es su modo de vida. Hace unos veinte años, la pareja empezó a comercializar también un vino que fue ganando adeptos por la contorna y por fuera de ella. Desde entonces, las dos vías conviven en el día a día de Sara y de Patxi. En su casa, en un día lluvioso de fin de vendimia, comienza este viaje por tres de los pueblos de la Ruta del Vino Arribes. Pese al nombre, esto no es un itinerario balizado, sino un conjunto de lugares y negocios sin orden fijo donde detenerse, mirar y estar. Incluso treinta años, si alguien acaba enamorado.
Pero regresemos a la historia inicial. Eran los años 90 y Sara Groves-Raines y Patxi Martínez tenían que poner en marcha un negocio: «Al principio, era complicado convencer a los ganaderos para que nos vendieran la leche», recuerda la mujer, que alude al aval del banco como respaldo inicial para aguantar en un camino que se fue despejando. Los quesos de La Setera, hechos con leche de cabra, se fueron consolidando. Primero, los productores confiaron; luego, lo hicieron los clientes.
Por entonces, el concepto de quesería artesanal no estaba tan desarrollado y costaba sacar a la gente del producto industrial, pero ahora, casi en un boom, cuesta mirar atrás para entender «las risas» de la Administración: «Alguno nos dijo: ¿Cómo pensáis competir con la Danone? Y otro nos cuestionó que no habíamos hecho muelles de carga y descarga», ríe Patxi. Todo, en unos años de arranque en los que el pueblo no tenía ni siquiera teléfono fijo y en los que la pareja agarraba la furgoneta para ir vendiendo por donde podía. Todo ha cambiado mucho, menos la esencia de los propios quesos.
Primero con cabras ajenas, después con un rebaño propio y, nuevamente, con el producto de ganaderos de la zona, La Setera hace su queso de leche pasteurizada con pasta prensada, de entre dos semanas y tres meses de curación En el catálogo, aparecen también el rulo, la pirámide o el queso azul. El día a día aquí se adapta al ciclo de los propios animales. Cuando dan, se hacen más quesos; cuando no, también hay jera en la bodega.
Las 6.000 botellas al año
«Como la producción de queso es muy estacional, poco a poco fuimos haciendo vino, vendiéndolo por aquí a amigos y, al final, decidimos ponernos un poco más en serio», aclara Patxi, mientras muestra unas instalaciones pequeñas, donde el olor a la bodega se mezcla con la paz que ofrecen las botellas ordenadas y el respeto que imponen los barriles llenos del producto de la vid y de la pericia de quien elabora. «Hacemos unas 6.000 botellas al año», matiza el responsable de La Setera, que explica que, en cuanto al vino, Arribes ha dado muchos pasos adelante en los últimos años.
«No se busca la cantidad, sino la calidad», defiende el biólogo, que afirma que ha cambiado la forma de elaborar, pero también el manejo del viñedo. A esa circunstancia hay que unir el gran número de variedades autóctonas; la gran posibilidad que hay de hacer «un vino de autor». «Yo creo que la gente que viene ya busca esto. Cada vez se pide menos lo estandarizado», remarca Patxi Martínez, antes de regresar a la labor con Sara. Han pasado treinta años para La Setera, pero aún tienen que transcurrir unos cuantos más.
Su negocio es uno de los 67 que forman parte de la Ruta del Vino Arribes, que se sitúa en territorio rayano, con una parte de su alma en Zamora y otra en Salamanca: «Somos una organización con socios tanto públicos como privados y que, en torno al hilo conductor del vino, organiza y muestra todos los servicios y actividades que hay en una determinada zona donde existe Denominación de Origen. Hablo de restaurantes, alojamientos, experiencias de trabajo, paseos en barco, talleres, vistas a museos… Todas estas actividades se promueven juntas con la idea de que la gente venga y pueda pasar aquí el mayor tiempo posible de la mejor forma posible».
Quien explica todo esto es la gerente de la Ruta del Vino Arribes, Liliana Fernández, que es la encargada de hacer de guía y de altavoz de esta forma de conocer el territorio «más vinculado a los artesanos», que permite comprobar cómo se hacen los quesos, los vinos o las mermeladas de la tierra sin dejar de lado el turismo de naturaleza, los tesoros etnográficos de los pueblos, el patrimonio de lugares como Fermoselle o la fortaleza gastronómica cuyo centro se encuentra en los restaurantes.
La energía de «Piqui»
Además, en este particular paseo iniciado en La Setera, Liliana hace también de guía. Y en la siguiente parada, todavía en Fornillos, toca ir con fuerzas para igualar la energía con la que recibe al visitante Teresa Cotorruelo Rodríguez, alias «Piqui», la dueña de la Mermeladería Oh Saúco. El suyo es un negocio artesanal cuyos orígenes se remontan al año 2004 y a las enseñanzas que la dueña recordaba de su abuela. Cuando cambió de vida, esta mujer, que es un torrente de simpatía y de inquietudes, tuvo que refrescar aquel aprendizaje.
«Yo lo que hacía eran terapias de habla y de lenguaje», ríe Teresa, que decidió regresar de Cataluña al pueblo de su familia y que se agarró a las recetas de las mermeladas para transformar su hobby en una profesión. Y así empezó: «Fue un cambio impactante. Partí de los recuerdos de mi infancia y luego puse mi empeño», indica la responsable de Oh Saúco, inmersa desde hace veinte años en «un proceso de creatividad diario». «Partimos de la base de que me mueve la ilusión de estar siempre innovando», deja claro «Piqui».
Ese interés por lo nuevo lleva a esta mujer a utilizar las especias y los licores para combinarlos con las frutas de estación que pone como base en cada mermelada. En su cocina, donde tiene al fuego una mezcla de moras y fresas, Teresa sigue contando sobre sus productos y acerca de lo demás, claro. Porque esta mujer también da clases de yoga a las mujeres de este entorno rural: «Me muevo por los pueblitos», destaca la dueña de Oh Saúco, que le puso el nombre a su negocio por «el valor terapéutico y la sana alegría primaveral» de ese árbol.
Probar las mermeladas y conocer a mujeres como Teresa Cotorruelo forman parte de esas experiencias que el visitante puede tener si viaja al territorio Arribes a través de la Ruta del Vino. A pesar del nombre, no todo tiene que ver con las bodegas. Los negocios adheridos son de distinta índole y, todos juntos, son los que forman un conjunto de alternativas de ocio y de conocimiento del entorno que sirven para que, quien venga, se marche con una composición de lugar sobre lo que es esta zona, de qué vive y cómo se divierte.
De economista en Dinamarca a bodeguero en Fermoselle
Todo esto lo fue mirando Thyge Jensen antes de decidir que se instalaba en Fermoselle. Aunque él lo cuenta, cuesta imaginar el proceso que llevó a un economista danés sin vinculación con España a decidirse por este rincón rayano. Pero el caso es que aterrizó y que ahora, además, es el presidente de la Denominación de Origen Arribes. Primero, trató de producir en una de las famosas cuevas que hay en la localidad; más tarde, constató que la belleza de esa tarea chocaba a veces con cuestiones de índole práctica y se trasladó a unas nuevas dependencias.
Desde allí cuenta que nunca había trabajado en una bodega, pero sí en una oficina: «Y eso me aburría mucho». Así que le dio por el vino. Lo miró y encontró esto: «También me gusta trabajar con uvas autóctonas y vivir en la naturaleza, en una zona bonita, donde además me podía permitir comprar una viña», comenta Thyge, que se carcajea al constatar que hay otros objetivos que no ha cumplido: «Vine pensando que iba a echarme una siesta todos los días y después a jugar a las cartas en la plaza, y todavía no he jugado ni una partida y la siesta solo algunas veces en invierno».
Este bodeguero está lejos de casa y gana menos dinero que antes, pero su vida le encanta. También la luz del sol y el proceso en el que está inmerso en su día a día, claro: «Yo trabajo para hacer los vinos como los hacía la gente antiguamente, aunque todavía tengo por delante una curva de aprendizaje», concede Thyge, que también pone el foco en las uvas autóctonas como la clave del producto que sale de esta tierra. «Además, aquí podemos hacer vinos muy ligeros, que ahora es lo que la gente está buscando», añade el danés, que defiende el valor de la ruta para la promoción de toda la zona: «Nos viene mucha gente gracias a ella. Los socios están contentos. Y yo también», asevera el dueño de Bodega Frontio.
Los herederos de los renteros de Formariz
¿Se acuerdan de Liliana, la gerente de la ruta? Pues también tiene una bodega. Y la suya es otra una historia de aterrizaje en el territorio tras una vida fuera. Quien lo cuenta es su compañero en el día a día y en el negocio, José Manuel Benéitez. Y lo hace ya desde Formariz, otro pueblo particular: «Esto era una dehesa. Hace algo más de cien años, sus renteros, los trabajadores, se la compraron al propietario original, se repartieron los terrenos y comenzaron su historia», aclara este ingeniero de Montes, que se ha especializado en vino en este lugar donde su bisabuelo se ganó un futuro. El antepasado de José Manuel era uno de aquellos que crearon la localidad.
«Mis raíces familiares están aquí, pero yo me crié en Madrid y Liliana es de Asturias. Lo que pasa es que siempre nos ha gustado mucho lo rural y, finalmente, tras un periodo de reflexión sobre lo que nos apetecía montar juntos, nos fuimos al vino. Yo regresé a la universidad a estudiar Enología y comenzamos a viajar y a trabajar en distintas bodegas de diferentes partes del mundo para aprender, coger experiencia y empezar con nuestro proyecto en Arribes», repasa Benéitez. La idea siempre fue recalar aquí.
Desde hace varios años, «el sueño», el proyecto de la bodega, es una realidad. Aunque ahora, tras la vendimia, esta sea una pasión cansada. En el patio del hogar que esta familia ha formado en Formariz, todo han sido estas semanas cajas, uvas, bidones y el olor característico de finales de septiembre: «El nuestro es un proyecto artesano basado en la viña vieja y en las variedades locales de Arribes», continúa Benéitez, que incide, como todos por estos lares, en «la riqueza genética tan especial» que tienen las uvas del territorio.
«Tenemos la suerte de poder trabajar con todo este patrimonio genético, que también es patrimonio histórico y está vinculado a la cultura y a la tradición de este lugar. Por eso podemos ofrecer un producto diferencial, y ahí está la fortaleza de Arribes como territorio productor de vino», argumenta Benéitez, que habla de los desplazamientos con las niñas «para casi todo» como la cara B de la mudanza al pueblo de su familia, pero que no duda de la decisión: «Para mí, lo demás son todo ventajas».
Entre esos pros, los Benéitez Fernández también pueden incluir la cercanía de aceites como el de El regalo de Atenea. Esto también sale de Arribes: «Aquí, toda la vida se trabajaba para la autoproducción, pero no se comercializaba», recuerda el dueño del negocio, Luis Fernando Cabrero, que tomó una decisión clave junto a su socio: «En vez de coger el fruto cuando estaba maduro, empezamos a hacerlo un mes antes, cuando está verde o un poco anaranjado. Con eso, bajas rendimiento, pero ganas en frescura y el aceite es más amargo, más picante, menos dulce».
Y ahí está de nuevo lo especial, lo particular, lo distinto. «Vamos a un producto, digamos, gourmet», afirma Luis Fernando, que ya ha llevado su aceite hasta fuera de España, a países como Alemania: «La ruta nos ayuda a que se sepa lo que se produce aquí», zanja el responsable de El Regalo de Atenea. Al final del viaje, queda claro que, en estos pueblos, se puede encontrar lo que resulta imposible hallar fuera de sus confines. Solo hace falta ir a comprobarlo