Antes de que den las diez, todo el entorno ya está lleno de coches y de gente. En la grada, la masa multicolor que habitualmente se cita cuando se habla del Tour de Francia, pero en La Guareña y con camisetas de las peñas en lugar de los maillots. Todos apelotonados, sea como fuere. En la escalera de acceso, negativas, no cabe nadie más; y dentro del prado, la tensión entre aquellos a los que la costumbre no les quita el nervio. Todo sucede en el paraje de La Reguera, en Fuentesaúco, donde el primer fin de semana de julio hay costumbre y pasión. Quizá no todo el mundo la entienda, pero la tradición se respira.
En realidad, solo hay que echar un vistazo alrededor. No solo es la grada que sustituye ya desde hace un tiempo a los remolques de cada peña en la zona privilegiada del prado. También en los alrededores, tras los muros, las gentes se agolpan, los comentarios se suceden, los análisis arrancan. Esto son los espantes de Fuentesaúco en su sesión del domingo, y centenares y centenares de personas de La Guareña, otras zonas de Zamora y de provincias limítrofes han ido a ver o a participar, según las fuerzas y el espíritu.
En los corrillos, alguno de los presentes explica que todo está ahora más estructurado que antes, que hay menos lugar a la sorpresa, que los animales están «programados» para hacer lo mismo sin salirse del guion. Eso sí, cuando todo comienza, nadie aparta el ojo. El peligro es real y se siente en el murmullo que se levanta, como el polvo, en la salida de cada espante.
En realidad, el sistema es sencillo. Desde el fondo del prado, los cabestros y los toros parten a la carrera guiados por los caballistas. Los mozos a pie con las varas los reciben, los esquivan; los espantan, claro. Y cuanto más cerca ocurra todo esto del fondo de la parcela, de la grada, mejor consideración tiene. La jugada se repite tres veces, con descansos de por medio, aunque la primera es la más afinada. En las otras dos, los animales quedan algo lejos. Lo dicen los expertos, que se esperan lo que va a ocurrir, pero que no dejan de trepar donde pueden para no perdérselo.
«¡Cerveza, Coca-Cola, agua!»
Los muchachos también lo miran, algunos aupados a sitios inverosímiles, con resacas de espanto, nunca mejor dicho, o todavía con la alegría nocturna en el cuerpo. Por si acaso hay que recuperar, los puestos del entorno aprovechan para vender comida y bebida a los que se arriman. Incluso, hay ambulantes que recorren las filas con insistencia: «¡Cerveza, Coca-Cola, agua!». El ocio masivo atrae al negocio.
En la Reguera pasa una hora y los asistentes ya esperan el petardo que dará la señal para conducir a los animales hacia el pueblo. No hay más que ver. Para muchos, el espectáculo y la fiesta seguirán en otra parte. Mientras, aún habrá gente que no lo comprenda o que piense que esto ya no es igual, pero los abuelos ponen a los muchachos a hombros y les enseñan lo que se ha hecho toda la vida en Fuentesaúco. Y contra la fuerza de la costumbre es muy difícil competir.