A Manuel Antón lo mataron el primero en la ciudad. Ocurrió en los días iniciales de agosto de 1936, tres semanas después del estallido de la Guerra Civil. Manuel estaba casado, tenía tres hijos pequeños y era el secretario general de la Casa del Pueblo. Por eso lo cogieron. Luego, sucedió lo habitual en aquellos tiempos: consejo de guerra y condena a muerte sin miramientos. En este caso, por «la impresión y distribución del boletín de las organizaciones obreras, que convocaba a los trabajadores a una huelga en defensa del orden constitucional», según indica el Foro por la Memoria.
El mismo colectivo publicó hace algunos años la última carta escrita por Manuel Antón a su familia, cuando aquel hombre era consciente ya de que el destino resultaba inevitable. El represaliado dirige la misiva a su mujer, Victoria Chillón, y le asegura que muere «tranquilo», solo afligido por el futuro que le queda por delante a sus hijos: «Pero confío en ti, te conozco suficientemente y tengo la completa seguridad de que te consagrarás en cuerpo y alma a cuidarles, excediéndote en el cariño, para compensarles del que pierden con la falta de un padre», le aclara Manuel a su esposa. Apenas unas horas después habrá muerto fusilado en el cuartel.
«A mi abuelo le dijeron que cruzara a Portugal, pero él respondió que no tenía por qué marcharse», explica 88 años después su nieto Ángel. «Mi abuela contaba siempre cómo fue a darle un beso después del fusilamiento, justo en el lugar donde le habían pegado el tiro de gracia», añade. Victoria Chillón se presentó ya viuda y estigmatizada ante los restos de su marido, plantó sus labios en el cuerpo y se levantó con el peso de toda su familia puesto en los hombros. Cuesta imaginar lo que podía pensar en aquel momento, pero lo que está claro, con los hechos posteriores en la mano, es que cumplió con creces la encomienda de cuidar de su prole.
¿Pero por dónde empezar? Victoria se había quedado «con una mano delante y otra detrás», como explica hoy su nieto, así que necesitaba un empujón para reiniciar la vida. Y en esas apareció una vecina que, cuando lo fácil habría sido participar del rechazo, le prestó un poco de dinero a la viuda del represaliado para que comprara unas telas e iniciara un camino que todavía continúa trazando hoy su descendencia. Pero antes del desenlace viene el nudo, y esta mujer tuvo que pelear mucho para desatarlo.
Los inicios en el mercado
Lo primero que hizo Victoria fue salir a vender a la zona del Mercado de Abastos, por la parte donde ahora se encuentra Flores Castilla. Lo hizo en plena Guerra Civil, con la amargura y la rabia aún en el gaznate, pero con la necesidad siempre por delante. Muchos días, esta mujer cogía el tren y viajaba a Toro o a Benavente a por telas, y su hijo Ángel, todavía un niño, bajaba a buscarla para cargar con la mercancía desde la estación, a pie y cuesta arriba. «A veces, la Guardia Civil les quitaba lo que llevaban», lamenta hoy el representante de la siguiente generación.
El nieto de aquella vendedora de telas afirma que su familia fue «perseguida a lo bestia» durante la Guerra Civil, pero a pesar de todo resistió. Y pasó el 1 de abril de 1939, irónica y cruelmente conocido como el Día de la Victoria. El final del conflicto bélico y el inicio de la dictadura no arregló el panorama de los protagonistas de esta historia, pero permitió aflojar la soga. Además, a Victoria Chillón se le daba bien vender. Muy bien, de hecho. Tanto que en 1942 logra pasar del mercado a un establecimiento propio.
El negocio se instala en el local de la sombrerería de Lucio Astudillo, al pie de la Plaza Mayor: «Allí se vendía de todo», asegura su nieto Ángel, que aclara que es entonces cuando a Victoria le empiezan a funcionar de verdad las cosas. No en vano, menos de diez años después del fusilamiento de su marido, esta mujer ha adquirido la capacidad económica suficiente como para plantearse la posibilidad de dar un salto y adquirir el Hotel Franco Español, ubicado en la actual plaza del Maestro Haedo.
Aquel negocio era propiedad de la familia de la que proceden los dueños actuales del bar Chillón, y Victoria llega a darles una importante señal por la compra del hotel. Pero, entonces, la autoridad la recuerda a aquella mujer cuál es su posición en el contexto de la dictadura: «Cuando el gobernador civil se entera de que mi abuela compra el hotel, dice que no se permite la venta porque eso va a ser un nido de rojos», cuenta ahora su nieto Ángel. La honradez de los vendedores permitió que Victoria recuperara todo el dinero que ya había depositado.
Para entonces, Ángel, el padre del representante de la generación actual y el hijo de Victoria, ya hacía tiempo que había abandonado los estudios para ponerse a trabajar con su madre y en otros negocios por ahí, como una pescadería donde también estuvo despachando. Sus otros dos hermanos pudieron estudiar, pero él decidió vincularse definitivamente a un negocio que empezaba a despegar. Mientras la autoridad ponía trabas, la gente de Zamora, «incluso la que opinaba distinto políticamente», se acostumbró a comprar en la tienda. Y entonces apareció la oportunidad.
La llegada al local actual
En el año 1946, en la calle de San Torcuato número 1 había un negocio que se llamaba Punto Azul. Su dueña le tenía aprecio a la familia, y se comprometió a venderle el edificio para que la tienda adquiriera una nueva dimensión. Fue entonces, un decenio después de la carta de Manuel y del beso en el lugar donde aquel hombre había recibido el tiro de gracia, cuando se fundó definitivamente Almacenes Victoria, un establecimiento que se mantiene hoy en el mismo lugar, pero con un modelo diferente.
Cuando la actividad comenzó en este local, «se vendía de todo». Los almacenes eran una tienda de telas, bragas, sujetadores y todo tipo de ropa. Asentado ya en el negocio, Ángel, el hijo de Victoria, les repetía a los empleados una máxima que define bien el estilo del negocio en aquella época: «Aquí no se puede decir que no hay». Y tampoco se le pedía a nadie que no entrara. En algunas ocasiones, aquel hombre tuvo que verse ante la tesitura de atender a personas que habían firmado la pena de muerte de su padre: «La vida es lo que es y nosotros hemos despachado toda la vida igual. Las ideas de mi familia son unas, pero hay que salir adelante», indica el dueño actual.
De la mano de Victoria y de su hijo Ángel, el negocio floreció definitivamente. Los años más duros quedaron atrás, pasaron los tiempos del mercado, de los paquetes requisados en la subida a San José Obrero y de la marca que supuso la condena de Manuel. A partir de ahí, el proyecto solo zozobró en alguna ocasión puntual como en el momento del relevo definitivo, en el tiempo en el que a la fundadora, «una mujer de muchísimo carácter», le tocó dar un paso a un lado.
En los primeros 70, Ángel Antón entendía que ya era el momento de darle una vuelta al concepto de la tienda. Desde su punto de vista, la especialización era el único camino para salir adelante y competir en el mercado de aquellos tiempos, así que propuso la posibilidad de abandonar las telas y la ropa de mujer para centrarse en el comercio de caballero. Victoria no transigió inicialmente y su hijo lo preparó todo para dejar el proyecto familiar y emigrar a Barcelona. Solo la mediación de sus hermanos y de algunas otras personas del entorno encauzaron la situación.
El resultado de aquella pequeña disputa fue el retiro de Victoria Chillón, que se dedicó a partir de entonces a vivir y a disfrutar, lo que durante tantos años se le había negado. Su hijo Ángel Antón heredó definitivamente el negocio, convirtió Almacenes Victoria en el «primer comercio especializado en ropa de caballero de Castilla y León» y las cosas cambiaron. La tienda se transformó básicamente en lo que es hoy, aunque el Ángel que continúa al frente es ya quien narra esta historia familiar, el nieto de la fundadora.
La tercera generación
¿Y cómo aparece la tercera generación? Pues todo empieza con una decepción: «En el año 79, con 18 años, acabé el Bachiller y me presenté al INEF, pero me quedé fuera por dos plazas así que, como no iba a estar un año parado, me quedé en la tienda para probar. Y me gustó. Además, me podía dedicar también al baloncesto», recuerda Ángel, que mantiene la planta que le llevó a ser uno de los componentes del primer equipo del CB Zamora, entre finales de los 70 y principios de los 80.
Ángel se enganchó al negocio familiar, al que ya se sentía muy vinculado por las Navidades de su infancia en pleno jaleo de ventas, por los días de inventario y por las historias con las que creció: «Voy viendo que me encanta hablar con el público, despachar, y eso se acaba convirtiendo en mi vida», subraya el responsable actual del negocio, que está cerca ya de cumplir los 63 y que prefiere ir «día a día», sin pensar en el retiro ni en el relevo: «Nos han pasado tantas cosas en esta familia que tengo claro que no tiene sentido mirar más adelante», reflexiona.
Además, Ángel no ha perdido la pasión. «Cuando llega una persona a nuestra casa, se trata de que el traje le quede perfecto, hacemos auténticas virguerías», asegura el responsable de Almacenes Victoria, que mantiene su especialización en ropa de caballero, con sus marcas de confianza habituales y con una creciente línea sport que le permite ampliar su catálogo. Eso sí, «a los chicos de ahora les gusta ir elegantes, llevar su traje», celebra el dueño, que tiene claro que su modelo de establecimiento sigue vigente.
Es más, bajo su punto de vista, la atención y el cuidado hacia el detalle que alguien puede encontrar en Almacenes Victoria «no se lo da ninguna cadena»; tampoco este es un sitio donde entrar a mirar: «Puedes hacerlo con total libertad, pero no vas a encontrar nada», explica Ángel, que repite el valor del contacto con el cliente, de escoger para cada uno lo que corresponde. Es ahí, en la adaptación y en la humanización, donde está el secreto.
Victoria Chillón Lozano, «la fundadora, la creadora y el origen de todo esto», murió en 2002, 66 años después del fusilamiento de su marido. Lo hizo tras cumplir con creces la encomienda de aquel hombre que se enfrentó tranquilo al pelotón y que, en sus últimas líneas, mandó «un beso eterno» a esa familia que supo salir adelante. Hoy, su legado continúa en la calle San Torcuato, en el lugar donde todo el mundo es bienvenido y donde tantos años estuvo prohibido el «no hay».
Este es un contenido patrocinado por la Concejalía de Promoción Económica del Ayuntamiento de Zamora.