Nada más sentarse a la mesa donde van a compartir charla y recuerdos, Pepita Pozo se disculpa con Leo Hernández por haberse olvidado de su cumpleaños, que fue hace un par de días: «Felicidades, cariño», apunta con ternura la primera, mientras la aludida aclara cuántos le han caído: «Acabo de hacer 78, pero soy la más joven de todas», desliza la vecina de San José Obrero. A su vera, otras tres mujeres asienten mientras observan la escena. Son Soledad Hernández, Pilar Martín y Raquel Fernando. Las cinco juntas, más Tere Gómez, que no puede acudir a la cita, dieron forma hace diez años a una aventura solidaria que terminó en 2019, cuando ellas no pudieron más. En este lunes primaveral vienen a hablar de aquella historia.
El jaleo en el que se metieron voluntariamente estas mujeres fue la cocina solidaria de San José Obrero, un proyecto altruista que se montó en la primavera de 2014 en uno de los locales de La Josa. Originariamente modesta, esta iniciativa fue creciendo hasta el punto de llegar a repartir cien comidas diarias en su punto álgido, pero solo cinco años después decayó, carente de un relevo fiable para unas fundadoras que se agotaron. Fue poco tiempo, pero su empuje, ya jubiladas, dejó una impronta. Este martes, las cinco mujeres que crearon ese espacio de entrega a los demás dan el pregón de las fiestas del barrio.
Pero antes de llegar a ese futuro inminente hay que retroceder un poco más de diez años, cuando Leo iba a cumplir 68, las demás se movían en los setenta y tantos y todas quedaban para tomar café en el Viso. Raquel recuerda bien el momento en el que hicieron clic: «En la tele, vimos una noticia que decía que había niños que se quedaban dormidos porque no comían en condiciones y pensamos: ellos así, y nosotras aquí. ¿Por qué no nos reunimos y hacemos algo?».
Y lo hicieron. Tras idear un plan para ayudar a paliar la problemática detectada, estas mujeres contactaron con el entonces presidente de la asociación del barrio, Ángel Calleja, y consiguieron que el colectivo les hiciera «una cocina a prestación personal, sin un duro, como se hacían antes las cosas en el desarrollo comunitario». Fue en un local de La Josa y, como apunta Soledad, «milagro sobre milagro».
Los comienzos
Así empezó todo en marzo de 2014: «Al principio, cada una iba trayendo una cosa», recuerda Raquel, mientras las demás se debaten entre la carcajada y la vergüenza cuando recuerdan el primer arroz: «Nos salió de pena, pero es que no estábamos acostumbradas a hacer tanta comida en esas ollas», matiza Leo, que aclara que, al final, ya ni siquiera podían bien con aquellos armatostes dentro de la cocina.
Pero aún así, a pesar del primer arroz mejorable y del carácter humilde de la propuesta, la cocina solidaria se asentó, después creció, se extendió a más voluntarias y añadió hasta un servicio de entrega de ropa: «Empezamos a hacer turnos por semanas», señala Raquel, que insiste en las cifras que alcanzaron cuando todo echó a rodar, por encima de la centena de menús diarios. Para entonces, ya contaban con la ayuda cotidiana del Banco de Alimentos, del Catering de Luz y de otras empresas, pero también con su empuje.
«A las diez de la mañana, estábamos ahí todas a las que nos tocaba, y seguíamos hasta las tres de la tarde. Nos encargábamos de comprar, de cocinar, de repartir y de fregar. Había ánimo y ganas de hacerlo», recalca Soledad, la más veterana del grupo, que en aquellas ya había sobrepasado los 80 años. En la propia puerta de la cocina, los usuarios recogían sus menús para llevárselos a sus casas. El proyecto llegó a contar con psicólogos y trabajadores sociales voluntarios para encauzar las ayudas.
Raquel y Leo inciden en el apoyo recibido: «El pan nos lo daba el Viso siempre del día anterior, con Leche Gaza comprábamos los palés mucho más baratos, y también nos ayudaron Caja Rural y Aquona. Aparte de eso, había gente que nos ingresaba todos los meses y personas que nos daban el dinero directamente en persona. No nos faltaba», destacan. Quienes no aportaban en metálico lo hacían en especie, con «tomates, patatas o calabacines en el tiempo de las huertas». La maquinaria funcionaba bien engrasada.
El camino al cierre
En medio de toda esta inercia positiva, también hubo decepciones, aunque fueran «las menos». Todas inciden en que lo positivo primó y abogan por que se resalte por encima de algún nubarrón: «Había gente que intentaba engañarte, tuvimos varios problemas», indican sin ánimo de que trasciendan los detalles: «A pesar de todo, yo estuve contenta hasta el final, tengo que decirlo», añade Leo. Pero el final se acercaba, con un cúmulo de factores al acecho.
«Mira el panorama que tenemos aquí», resume la propia Leo, en referencia a la edad de las presentes: «Y la gente joven bastante tiene con buscar trabajo», apostilla. «A mí me dio mucha pena», aporta Raquel, que aún se culpa por sentir que no se dio la suficiente participación a la gente ajena al núcleo central del grupo para que continuara con el proyecto, aunque no todas comparten su punto de vista: «Nos reunimos, lo pensamos mucho, tardamos en decidirlo entre todas», abunda Pilar.
Sin embargo, a pesar de que la cocina funcionaba y de que alguna aún se sentía con fuerzas, otras admitieron que el trabajo se les hacía cuesta arriba. Poco a poco, empezaron a faltar manos: «Yo lo he echado de menos, pero tengo 86 años», constata Pepita, que utiliza una expresión muy de la zona para describir sus sensaciones en las semanas previas al cierre: «Estábamos en pena, pero…»
Los líderes de antaño en el barrio
Y tan rápido como abrió, la cocina solidaria cerró. Hoy, el local permanece clausurado y ni siquiera está visible para unas fotos en el lugar donde todo sucedió. A cambio, las imágenes, como la charla, se captan en el entorno del edificio principal de La Josa, un lugar que vive en el corazón del barrio y del que estas mujeres se sienten parte. Y no es para menos: «Nosotras somos de las fundadoras de la asociación, llevamos desde los años 60», comenta Raquel para abrir otra vía en la conversación.
Ese resquicio permite que se cuelen en la sala nombres como los de Ángel Bariego, el marido de Leo, ya fallecido, o de «otros líderes que había entonces», como Manolo o Marcelino. «No hay personas que muevan esto como antes», indican las mujeres de la cocina solidaria, que recalcan que La Josa se levantó a pulso en el barrio y que se convirtió en hogar para los mayores, bar, zona de reuniones, espacio para charlas, aula para clases de escribir a máquina o incluso una especie de centro de salud. «Aún me acuerdo de la medicina preventiva con José María Francia», ríe Soledad.
En aquel ambiente, mucha gente encontró su lugar en los tiempos en los que el barrio era todo juventud, empuje y ganas de progresar económica e intelectualmente: «Yo aquí llegué a convencerme de que era una persona, descubrí que tenía unos derechos. Y, cuando descubres eso, arrasas con todo», afirma Raquel, mientras sus compañeras apuntan por detrás sus circunstancias: «Y con ocho hijos».
La propia Raquel incide en que, en esos tiempos, «se luchaba por todo: por las mejoras en los colegios o por la Sanidad». «Queda mucho por hacer, pero no hay gente que lidere estas cosas», opina Soledad, mientras Leo pronuncia un deseo en alto: «A ver si Carolina no se deja quemar». La referencia va dirigida a la nueva presidenta de la asociación Desarrollo Comunitario de San José Obrero, que ha cogido el relevo «en muy malos momentos». «La sociedad quiere dinero y consumir», subraya de nuevo Raquel.
Antes de salir a la puerta de La Josa, las mujeres de la cocina solidaria dan una pista sobre lo que van a decir en el pregón: «Daremos las gracias, ¿qué más podemos hacer?», comentan. Ya en el exterior, una mujer se asoma a la ventana y les lanza algún piropo: «¡Qué guapas vais!». La vecina se resguarda sin perder la sonrisa mientras las cinco se colocan para la foto y departen sobre el barrio, su pasado y su futuro. Y, como epílogo, otra frase de Soledad: «Aunque no podamos hacer lo de antes, estamos aquí». El proyecto terminó en 2019, pero ellas continúan vigentes.