Año 2018: Un hombre entra en un consulado a resolver una serie de problemas administrativos. Cuando abandone el edificio lo hará muerto, troceado y escondido en bolsas. El hombre, periodista de profesión, se llamaba Jamal Khashoggi, la desgracia le llegó en Turquía y el consulado donde fue asesinado era el de Arabia Saudí.
Esta “ejecución extrajudicial premeditada de la que es responsable el Estado de Arabia Saudí”, según el informe de la ONU hecho público en junio de 2019, sigue sin tener ninguna consecuencia real para el país que gobierna Mohamed bin Salman, que sigue blanqueando su imagen y la de su reino dictatorial talonario en mano y eliminando a quienes se oponen y critican la situación del país como Jamal.
¿Conocerá Rafael Nadal Parera esta historia? ¿Se la habrá contado alguien al joven Gabriel Veiga? ¿La habrían leído en algún medio Gerard Piqué y José Luis Rubiales antes de llevar allí la Supercopa de España? ¿Tendrán constancia de ella la infinidad de jugadores de fútbol que han hecho las maletas para disputar la liga de aquel país? No es difícil llegar a la noticia de la muerte de Khashoggi, o a otras parecidas, si uno teclea en su móvil «¿Arabia Saudí viola los derechos humanos?». Quien lo haga verá por respuesta un sinfín de artículos donde se narran las torturas, la aplicación de la pena de muerte, la discriminación de las mujeres, la censura, la falta de derechos de las personas LGTBI, la falta de libertad política… Y podríamos seguir.
Llegar a conocer esta serie de problemas con los que conviven los y, sobre todo, las saudíes es fácil, querer hacerlo es más difícil cuando estás dispuesto a blanquear su Monarquía a cambio de una buena suma de dinero. Un dinero que no creo que sea muy necesario para ninguno de los hombres mencionados anteriormente, quienes, sin conocerlos personalmente, me arriesgo a decir que no tienen problemas para llegar a fin de mes sin los petrodólares.
El documental «El disidente»
A todos ellos, que no me van a leer, les recomendaría el visionado del documental El disidente (2020), de Bryan Fogel. Si lo vieran, podrían casi palpar el dolor de las personas cercanas a Khashoggi, el dolor de las personas perseguidas por pensar o amar diferente, el dolor por nacer mujer. Esa empatía que puede generar el cine nos debería llevar a crear conciencia, que es la única vía para no ser indiferente a las injusticias como las que se cometen en Arabia y, por lo tanto, a no querer ser cómplice de ellas. La recomendación cinematográfica es extensible a quienes sí leáis estas líneas que no tenía pensado escribir, pero que me han nacido de las vísceras al recordar esta mañana la figura del periodista de The Washington Post mientras leía el acuerdo que Nadal ha firmado para ser embajador de sus asesinos.
Dicen que el dinero llama al dinero. Que una vez empiezas a acumular capital solo piensas en seguir haciéndolo, que, como pasa con otras drogas, no puedes parar. Mi amigo Andrés siempre me dice que menos mal que no somos ricos porque a saber qué sería de nosotros. Cuando veo noticias como esta, con gente con suficiente pasta para vivir toda su vida sin problemas, pero que decide seguir acumulando euros y dólares saltando por encima de derechos tan simples como que está mal asesinar a una persona, cortarla en cachos con una motosierra y guardarla en bolsas para después deshacerse de ella como quien saca la basura, creo que Andrés, y Rosalía ya de paso, tienen razón: Dios nos libre del dinero.