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Pueblos

El baile del Niño, del legado y del futuro en Venialbo: «Me retiré hace cuatro años, pero me siguen viniendo las lágrimas»

El pueblo festeja su propia identidad en un día luminoso en el que sus chicos y chicas cumplieron con la tradición de San Juan

por Manuel Herrera 27/12/2025
Manuel Herrera 27/12/2025
Un instante del baile, al pie de la iglesia de Venialbo. Foto Paloma V. Escarpa.
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A Venialbo le han pintado el día al gusto. Es un sábado espléndido para el Baile del Niño, la tradición de San Juan asentada como la fiesta invernal de referencia en el pueblo. En realidad, si uno busca por aquí una cita identitaria, hay que venir el 27 de diciembre. Y eso que, unos años antes de los 80, parecía algo condenado al olvido, guardado sin remedio en el cajón de lo que se perdió porque marchó la gente. Pero los vecinos reaccionaron a tiempo. Ya van 42 años de hombres y mujeres entregados otra vez a la danza ante la imagen del recién nacido, siempre de cara a él. Cuesta arriba y cuesta abajo.

Pero vale la pena contar un poco lo que pasa antes de que Alberto Jambrina arranque a tocar y los muchachos y las muchachas suban la cuesta. Hay liturgia popular antes de la misa. Por ejemplo, la de las madres que arreglan el traje regional de las chicas que van a participar: «Es que lleva dos cintas», le recuerda la mayor a la pequeña mientras le apaña el atuendo. También destaca el camino de la mano que siguen los niños pequeños con sus padres o sus abuelos. Muchos sostienen un cuento. Es para la ofrenda: «Tenéis que ir así», aclara una mujer, ya dentro del templo, mientras prepara a otra pequeña para ese instante de protagonismo.

Una mujer se prepara para el baile. Foto Paloma V. Escarpa.

Cuando dan las doce, comienzan los oficios y se arranca el coro. Con lo de siempre en San Juan. También, con algún adolescente resacoso que busca aire fresco en una de esas mañanas tristes después de las noches alegres. No ayudan a pasar el trance los llantos de algún bebé que se impacienta, pero todos tienen que caber en esta fiesta. Los principales son, eso sí, los 18 que bailan cuando el cura manda ir en paz. Tras ellos, van los que portan la imagen del Niño y, a su vera, el músico y las autoridades.

Todos se dirigen hacia la travesía que cruza el pueblo. Es una cuesta que conduce a la ermita, ubicada a la punta de arriba de la localidad. Hay que subir. Los danzantes se colocan de dos en dos, pero sin juntarse. Cada miembro de la pareja se ubica en paralelo al otro, pero en lados distintos de la calzada. Los muchachos y las muchachas, algunos jóvenes y otras directamente niñas, se plantan de espaldas al sentido de la marcha, pero de frente al Niño y al músico. Es él, Jambrina, quien ha de dar la señal con la flauta y el tamboril.

Mientras aguarda, algún miembro del público recuerda que el año pasado vino con niebla. Este trae otra historia. La tradición es así. Los mismos patrones para distintas escenas. Y allá va Jambrina. ¡Vamos, chicas», dice una mujer justo antes de que llegue la primera nota. El músico arranca despacio, casi en un susurro. Luego, se lanza del todo, y los danzantes mueven los pies y las castañuelas al compás. Cuesta arriba y de espaldas. Con los trajes típicos de ellas y con el pantalón negro, camisa blanca, chaleco y fajín de ellos. Y el Niño siempre en la mirada, por supuesto.

Los participantes en el baile repiten el mismo paso una y otra vez. Siempre con las manos en posición para las castañuelas. Una mujer que lo hizo en su tiempo explica que lo que más se castiga, pasado el rato, son los brazos. Resulta duro aguantar la postura. Por si alguno desfallece, allí van los familiares con el apoyo. Incluso con los gestos y con las advertencias para que vayan más al medio. O más juntos. O más lento.

Pasada la zona de la panadería, hay un descanso. Los danzantes recuperan el aliento. Mientras, se palpa la emoción de quienes lo vivieron desde dentro y ahora lo siguen desde fuera. Una mujer que ronda los 30, llamada Alba Garretas, viaja al pie de las más pequeñas, por un lateral, marcando el paso con las castañuelas para hacérselo más fácil a las que menos experiencia tienen: «Yo empecé con 6 años y a los 26 me retiré, hace ya cuatro, pero este sigue siendo un día muy emocionante, todavía me vienen las lágrimas», concede la vecina de Venialbo, que mira a las niñas y se ve a sí misma.

Alba Garretas, al paso del baile. Foto Paloma V. Escarpa.

Al final, el sentimiento es el propio, pero también el de la comunidad que forma este pueblo donde el baile sigue hasta casi la ermita antes de que el Niño y los danzantes emprendan el regreso. El viaje de vuelta es otra vez de espaldas según el sentido de la marcha para los participantes y de cara a la imagen que se honra. Así, hasta el retorno a las inmediaciones del templo, el lugar donde se forma un corro para el floreo.

En esta pequeña plaza, la figura del Niño se queda quieta. Son los muchachos y muchachas los que bailan para ir pasando de cara con las venias ante la imagen. La danza es exigente en lo físico. Más para la pareja del floreo. Son Carlos Galán y Eva González, los dos que siempre pasan primero. Una vez detrás de otra. Hasta que lo completan todos sus compañeros. El sudor y los brillos en la cara delatan a los protagonistas, que siguen el patrón coordinados. No hay confusiones. Para eso ensayan durante semanas con Jambrina.

Al cierre, llega el aplauso final antes del retorno al interior del templo con algunos de los niños que todavía no son, pero que serán parte de la tradición: «Vamos, Enzo, corre», anima una mujer a un muchacho que aún es de los nuevos. Juntos, con los mayores en el papel de custodios, le ponen el broche a esta mañana de 27 de diciembre pintada en Venialbo.

Manuel Herrera

Periodista y politólogo. Máster en Comunicación y Visualización de Datos.

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