Las últimas luces del día de Navidad se pierden en el horizonte cuando dan las seis y media de la tarde. La travesía de la N-631, que parte en dos el pueblo de Pozuelo de Tábara, apenas se ilumina ya con el fulgor tenue de las farolas, con los faros de los coches que se aproximan o con los letreros de los negocios que se sostienen al pie de la calzada. Parece otra noche de invierno, oscura y gélida, pero de repente, a lo lejos, se oye la música. Las notas se acercan. Son los tamborileros, que salen de entre las sombras junto a varios jóvenes vestidos de negro: con capa y sombrero de fieltro.
La escena fuera de contexto podría hasta asustar, pero en este pueblo es el preludio de la fiesta. En ese instante, empieza el ritual del Tafarrón y la Madama, la mascarada que implica a las gentes de este pueblo desde hace muchas generaciones. Fueron los abuelos y los padres. Ahora son los hijos. Y, como en cada tradición que se transmite, la emoción es la que lleva el volante. También para los chicos y chicas vestidas de negro. Ellos son los cuatro mayordomos. Y lo que hacen al caer la noche es recogerse unos a otros y también a los llamados alcaldes de la celebración, que son dos.
Juntos, los seis marchan acompañados por gentes del pueblo hacia la casa del alcalde alcalde, Jesús Ángel Tomás, que sale dócil a la calle ante la llamada de sus jóvenes paisanos. Es la hora de las vigilias. Fuera de la iglesia, un letrero navideño desea felices fiestas de parte del Tafarrón a las gentes de este lugar; dentro, el cura y los vecinos se las apañan para mantener una de las tradiciones de este día: las vigilias con los cánticos en latín. El sacerdote es nuevo y cuesta un poco, pero se hace. Porque siempre se ha hecho así y el legado se conserva.
En ese acto religioso, los mayordomos y los alcaldes se quitan el sombrero y portan, según lo que les toque, la cruz, los faroles y un incensario. Cerca, en otro de los bancos del pequeño templo de Pozuelo, están los llamados entrantes, listos para ser mayordomos al año siguiente y alcaldes o personajes principales dentro de dos. Para los muchachos y muchachas de este pueblo, la mascarada es un trienio. Pero en esta noche de Navidad que asoma toca centrarse en el ahora. Y lo que viene es la primera aparición del Tafarrón y la Madama en la escena.
Los mayordomos, los alcaldes y el alcalde del pueblo se sitúan a la puerta de la iglesia, orientados hacia el garaje desde el que están a punto de salir los protagonistas. En los laterales, la gente del pueblo forma un largo pasillo para aguardar la venida del Tafarrón, el personaje principal, que lleva un vestido de pajas largas que le cubre de cuello a rodillas; también de la Madama, que porta una bata de tela y colores vistosos, con una reconocible M en la espalda.
Y allá van. La mujer que encarna al Tafarrón es una chica de 21 años llamada Izaro García, con raíces en Pozuelo, pero residente en Mungia (Vizcaya). Como Madama, aparece Iván Velasco, de Zamora, pero arraigado igualmente en el pueblo. Ambos van intercambiados en este anochecer navideño. Es lo que manda la tradición. En el resto del ritual, incluidas las partes principales de este 26 de diciembre, Iván será el Tafarrón e Izaro, la Madama. Lo dice el libreto.
El caso es que el Tafarrón y la Madama salen pasadas las siete y media de la tarde a las calles y atraviesan el pasillo humano entre bailes, saltos y un grito: «¡Hiju, ju!». Las gentes de Pozuelo aplauden cada movimiento en un gesto de aliento a los muchachos y de alegría propia. El sonido clásico de los cencerros se mezcla con las ovaciones y con los susurros que se lanzan Izaro e Iván para coordinarse en los movimientos: «¡Ahora!». Y vuelta.
Entre bailes, saltos y aplausos, los personajes de la mascarada y una gran comitiva de acompañamiento se dirigen de nuevo hacia la casa de Jesús Ángel Tomás, el alcalde, que abre sus puertas a todo el mundo para ofrecer un refrigerio. Resulta difícil describir con palabras el esfuerzo ornamental que ha hecho su familia para adornar el entorno de la casa con luces y objetos para la ocasión: «Es cosa de la primera dama», advierte un hombre, con sorna cariñosa, en referencia a la mujer del regidor. Toca brindar juntos, pero antes llega otro momento especial en la liturgia.
Ante la puerta, Izaro García, el Tafarrón de esta tarde-noche, saca una voz poderosa para gritar vivas a San Esteban, al señor cura, al señor alcalde, a las autoridades del pueblo, a los entrantes, a los mayordomos, a los alcaldes, a la casa de la función, al pueblo de Pozuelo y al Tafarrón. El último llega con un rugido. Y la gente clama el viva por respuesta. Luego, la vecindad cruza el umbral y comparte brindis, embutido y lo que toque. Allí, se escucha también el canto de Gloria a San Esteban, con una letra que alude a la localidad y a la imagen a la que honra. La sensación es que, aquí, todo tiene un sentido y un instante escogido.
Lo narrado hasta ahora es una mezcla entre lo visto y lo que cuenta, desde el interior de la vivienda del alcalde, una mujer llamada Lucía López. «Lo llevamos en la sangre», resume esta vecina, que subraya que es la gente del pueblo la que saca todo esto adelante. Incluido el gasto, que en el caso de las cenas que se hacen estos días corre a cargo de las familias de los mayordomos. «Y no es poco. Yo te lo puedo decir en pesetas, porque era lo que había cuando lo hicieron mis hijos», ríe la pozuelana.
El baile nocturno
Lucía explica también lo que viene después, en el baile de esa noche de Navidad: «Es un poco conflictivo para la gente que no lo conoce», admite la vecina, que narra que los tafarrones y las madamas de años anteriores entran emparejados al salón «y dan un poco de guerra» por allí en recuerdo de lo de antaño. «Mi marido tiene 69 años y salió el año pasado con el suyo», pone como ejemplo la mujer, que apunta que, en el ritual que acaba de terminar, el Tafarrón y la Madama intercambiados iban con trajes de la asociación. Cuando se vistan como les corresponde, estrenarán su propio atuendo.
En la mascarada de Pozuelo de Tábara hay tantas pequeñas cosas que, vista desde fuera, cuesta comprenderla al cien por cien. Lo que ocurre es que para las gentes del pueblo, las que realmente lo viven, todo sale natural. Es lo que han aprendido desde siempre. Hoy son Izaro e Iván, pero luego serán los siguientes. Y los siguientes. Y los siguientes. Hasta que los nietos de los actuales salgan una noche de Navidad a gritar: «¡Hiju, ju!».
