
Era ya de noche en la plaza de Salvador Allende, en Bagnolet, una de las banlieues adheridas a las murallas de asfalto y raíles de la capital. Asomaban en la penumbra edificios de dos o tres alturas, moles de oficinas y el plúmbeo ayuntamiento decimonónico. La explanada de hormigón estaba vacía y la luz de las farolas se reflejaba en el suelo húmedo —había debido de llover allí, solo allí, y no al otro lado del periférico— y en las seis mesas de la terraza de un viejo bar, Le Bal Perdu,que se había adueñado de la fachada de un establecimiento de servicios funerarios. Varios jóvenes con chaquetas de cuero y gorras de béisbol bebían pintas de cerveza y se deslizaban en las sillas, delante de las esquelas. Parecían convencidos de su invisibilidad. El interior del bar estaba despejado, como si acabara de celebrarse un baile, precisamente, y hubiéramos llegado tarde.
No había nada más abierto hasta el Cin’Hoche, algunos metros más allá, en uno de los laterales de la plaza. Llegábamos pronto, así que el dueño aprovechó para explicarnos la programación de la semana con orgullo íntimo y voz de moto que petardea: historias iraníes de amor y exilio, documentales sobre Palestina, películas de animación independientes para niños, supongo, igualmente independientes. Entramos en la sala. Éramos cuatro personas.
Lo que nos había sacado de París era Un poeta, la película del colombiano Simón Mesa Soto que cuenta la historia de Óscar Restrepo, un ser inconcebible, alcohólico y quijotesco, pobre entre pobres. Un ser condenado a consagrar su vida a la poesía y a fracasar. Puede que sea la mejor película que haya visto sobre lo que significa escribir, lo que significa no entender la vida sin la literatura. Ese absurdo y esa enfermedad, esa tragicomedia. Y sobre las miserias de los escritores, que se exageran solo mínimamente, apenas nada. Terminaron los títulos de crédito, se encendieron las luces. La chica sentada unas filas por delante de nosotros lloraba, con la mirada fija en la pantalla apagada, y se hundía en la butaca o, más bien, se confundía con ella, como si fuera parte del mobiliario. No hacía otra cosa. Pensé que lloraba por un mundo en el que no había suficientes personas como Óscar Restrepo y que, al mismo tiempo, pedía al cielo no acabar convertida en una de ellas. Lloraba de miedo a nunca aprobar una oposición, pensé, y a que la poesía le arruinara la existencia.
Salimos del cine y cruzamos la plaza para regresar a París por la Porte de Bagnolet. Rodeamos la espalda hipertrofiada de varios hoteles, una mezquita junto a una torre de apartamentos en obras, un descampado salpicado de furgonetas abiertas por la mitad y de tiendas de campaña sobre palés, un McDonald’s decorado con luces de navidad. Recorrimos rotondas y ramales iluminados de faros como flechas en la noche, apuntando a la metrópoli. Le dimos todas las vueltas posibles al gigantesco embrollo viario, reino del camión de reparto y del urbanita que regresa de su fin de semana en el campo a una ciudad inalcanzable a pie, apresada detrás de la circunvalación. Sedimentaban ahí todos los despojos que París arrumba a la periferia, se estampaba ahí un mundo contra la pared de otro. Pensé entonces en el valor de los lugares y momentos inconcebibles, en esos despojos del tiempo y el espacio, y no pude evitar pensar también en el valor de los seres inconcebibles, en la osadía de las vidas descabelladas que recorren caminos que no existen, fuera de la ciudad.
