Praga, capital de la antigua Checoslovaquia, enero de 1946. En el edificio Manes de la ciudad se inaugura una exposición titulada «El arte de la España republicana. Artistas españoles de la Escuela de París». Hacía meses que había terminado la Segunda Guerra Mundial, que enlazó en 1939 de forma dramática para los exiliados con la Guerra Civil. Habían sido nueve años de conflictos casi sin pausa. En ese contexto, aquella muestra supuso un hito para los escultores y pintores que acudieron, llevados de vuelta al plano internacional.
Entre los artistas que fueron a la puesta de largo de la exposición estaba Baltasar Lobo (Cerecinos de Campos, 1910; París, 1993). El escultor acudió con varias escayolas, un bronce y catorce dibujos. Un pedazo importante, por tanto, de las más de 200 obras de españoles que se instalaron en Praga y que luego viajaron a otras ciudades de aquella Checoslovaquia, como Brno o Bratislava. «Hablamos de una fecha muy importante», remarcó este lunes el experto Juan Manuel Bonet, que habló de la cita de Praga en 1946 como parte principal de su conferencia sobre «El París de Mercedes y Baltasar», celebrada en la Alhóndiga.
La referencia a Lobo resulta evidente en el título de la ponencia. Junto a él aparece el nombre de Mercedes, de apellido Guillén, que fue la compañera del escultor desde los años 30, desde los tiempos anteriores al conflicto bélico que dio lugar a la salida de la pareja de España y que cambió para siempre la vida de tantos exiliados, artistas o no, que tuvieron que marchar por razones políticas. Todo eso lo repasó también Bonet, que citó los orígenes y las pasiones de un hombre «nacido en un pueblecito de Zamora», pero que pronto alargó la mirada en dirección este: Valladolid, Madrid, Barcelona… Hasta París.

Bonet recordó rápidamente las etapas formativas de Lobo, las becas, la escuela de bellas artes, los contactos con sus referentes y con sus contemporáneos, los ambientes del anarquismo que frecuentó o sus vínculos con la CNT. También se detuvo un poco en la fascinación por la obra de Picasso y en el papel de dibujante del artista zamorano, que colaboró con frecuencia en las ilustraciones de la revista Mujeres Libres, una publicación objeto de numerosos estudios y miradas posteriores que fue fundada por Amparo Poch, Lucía Sánchez Saornil y Mercedes Guillén, que por entonces usaba aún el apellido paterno de Comaposada.
Bonet mostró algunos de los dibujos de Lobo para la revista, los firmados y los anónimos, antes de centrarse en la otra vida, la que empezó después de la Guerra Civil y en la Francia de acogida: «Picasso ayudó a muchos artistas a salir de los campos de prisioneros. Mandó dinero, hizo recomendaciones, habló con funcionarios con sensibilidad artística…», repasó el experto, que recordó que, con el estallido de la contienda internacional, muchos de ellos eligieron el camino de México o de Chile. No los protagonistas de esta historia.
Lobo y Guillén se mantuvieron en París. En una de las imágenes que mostró Bonet aparecía, de hecho, la tarjeta de residencia del artista zamorano en Francia durante los primeros 40, en los tiempos de la Francia ocupada. Fueron años complejos, pero la pareja «sobrevive a todo eso». También lo hace la obra de un hombre que, por entonces, sentía una inclinación «por un cierto realismo cada vez más parecido a una poética expresionista o novecentista», según constató el ponente, que en su tiempo fue director del Museo Reina Sofía: «Es una época preciosa que a mí me trae recuerdos de un escultor que estoy seguro que le debía gustar: Manolo Hugué».

Con aquella mirada de «lo humilde, lo menor o lo rural» impregnada, Lobo se plantó en 1946. Pero no lo hizo solo. De hecho, el repaso de Bonet se centró en los demás, en quienes acompañaron al zamorano en la aventura de Praga. El interviniente citó ese ambiente en el que se movían todos en París, en los cafés de Montparnasse. Sus obras se unieron en Checoslovaquia. Eran Francisco Bores, Antoni Clavé, Pedro Flores, el talentoso y trágico Óscar Domínguez, y otros como Balbino Giner, Julio González, Mateo Hernández, Joaquín Peinado o Manuel Viola.
«Todos ellos militaron en la Unión de Intelectuales Españoles», recalcó Bonet, que siguió con el repaso de los años siguientes de la madurez de Lobo. El escultor de Cerecinos no solo encontró un hueco en Europa, sino también al otro lado del océano, allá en Venezuela. De hecho, con Caracas, «un punto muy importante en la trayectoria» del artista, aún mantiene un vínculo que se ha estirado más allá de su propia vida y que se asentó de la mano del urbanista Carlos Raúl Villanueva y del encargo que le hizo para la Universidad de la ciudad.
Francia y España
Pero la vida de Lobo seguía en Francia, donde participó en los años 50 en la exposición de homenaje a Antonio Machado por parte de los artistas españoles o donde construyó el único monumento a la resistencia española que se encuentra en el país vecino. El zamorano también siguió haciendo ilustraciones, como las que sirvieron para redondear la edición especial de Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez.
De alguna manera seguía habiendo vínculos con España, aunque no fue hasta los años 60, con la apertura del Régimen, cuando Lobo volvió a exponer en el país que le vio nacer, pero no morir. El escultor de Cerecinos falleció en París ya pasados los 80 años, reconciliado con su tierra, pero asentado en el lugar al que tuvo que marchar.
