La lluvia del sábado es el barro del domingo en Ufones. La vida aún se refleja en los charcos con las primeras luces, pero la mañana viene fría y soleada: lo máximo que se puede pedir en el último día de noviembre por aquí. Este pueblo de veintitantos vecinos en invierno se ubica en Aliste, cerca de Rabanales, a cuyo ayuntamiento se encuentra adscrito. Generalmente, la localidad es uno de esos ejemplos paradigmáticos de la despoblación y el abandono, por la falta de gente y de cobertura. Pero esta vez la historia va de otra cosa. Toca hablar un poco de bicicletas y bastante de identidad.
Lo que ocurre aquí en este último día de noviembre es la celebración de la novena edición de la marcha BTT que acoge Ufones. Puede parece un evento cotidiano, de esos que han proliferado de la mano de la voluntad de la gente por cuidarse más y hacer más deporte. Pero en este lugar es distinto. Y no tanto porque el número de participantes multiplique por 20 o 25 al de vecinos, sino porque estos últimos se implican hasta conseguir que el día que vienen las bicis sea la fiesta mayor. Incluso eso se ha movido con los pedales.
De hecho, igual que un pueblo con mascarada está plagado de referencias a sus personajes ancestrales, los elementos de Ufones giran en torno a las dos ruedas. Eso se percibe desde el aparcamiento. Bueno, en realidad es el campo de fútbol, pero este domingo no hay goles, sino coches y furgonetas estacionadas. Allí, sobre el larguero una de las porterías, brilla una bicicleta ornamental con el nombre de la localidad. Queda clara la prioridad deportiva.
Un poco más abajo, ya en la zona donde se acumulan las casas, una pintada que ocupa toda la fachada muestra a un diablo persiguiendo a un ciclista. Podría ser el famoso Didi Senft tras un corredor escapado en el Tour de Francia, pero la imagen representa a Gonzalo, uno de esos hombres vinculados a Ufones que, cada año, se caracteriza de esa forma para alentar a los participantes en la BTT y para dar un toque de simbolismo y alegría a una prueba que tiene parte competitiva, pero que es esencialmente popular.
La pintada es una de las últimas escenas que contempla el visitante antes de girar a la derecha y toparse con la zona de la salida. Veinte minutos antes de la salida, el lugar ya es un hervidero de ciclistas preparados y de vecinos atendiéndolos. Pero ahora iremos a eso. Primero, ¿dónde está el diablo? «No ha podido venir este año», aclara la gente de Ufones. «Motivos personales positivos», añaden. Pero basta un vistazo alrededor para comprobar que Gonzalo cuenta con sustitutos: uno, dos, tres… diez. ¿Cuántos?
«Como este año no ha venido el diablo oficial, ha tocado que se vistan los niños», explica Noelia Blanco. Sus hijos, Pablo y Alejandro, son dos de los muchachos descendientes de Ufones que se han caracterizado para sostener al personaje. Lo hacen entre todos. Y entre todas. Son unos cuantos. «Me parece increíble que en un pueblo tan pequeño se implique así todo el mundo», señala la madre de los dos críos citados. Ella viene aquí como consorte, pero vive en primera persona algo «maravilloso y digno de admirar».
Porque no son solo los diablos. Frente a la zona de salida, empiezan a llegar personas – sobre todo, mujeres – con platos y cazuelas. Traen caldo, tortillas, empanadas, muchos bollos, pastas, café, lo que sea. Los participantes, que ya saben de qué va el asunto por la experiencia de otros años, se alimentan, dan las gracias y se preparan para salir. Todo es gratis, todo lo prepara la gente del pueblo y «todo es artesano», como constata Isa Gago, que despacha desde la mesa colocada para la ocasión.
«Esto es mucho mejor que el día de la fiesta, porque entonces te traen la música a las doce o a la una y aquí ya somos todo gente mayor. Queremos que haya cosas por el día», defiende la vecina de Ufones, que pasa la palabra a Paqui Mezquita. Esta última, vecina del pueblo todo el año como Isa, habla de los pequeños diablos: «Ha sido toda una novedad», arranca. Pero enseguida se amontona la gente para comer. Y viene la salida.
Los ciclistas y los andarines inician la ruta mientras siguen las indicaciones de personas con petos amarillos en cuya parte trasera se refleja el cargo para la jornada. Todos tienen alguna tarea, y muchos son también del pueblo o vinculados. Cada uno aporta en lo que puede. Cuando los participantes han salido ya a disfrutar del campo, del barro, del paisaje y del último sol de noviembre, la escena en Ufones se traslada al centro social La Casona. Allí, hay algún ejemplo más de participación vecinal.
Por ejemplo, una zona donde están expuestos trajes tradicionales de Aliste, aunque también hay otra montaña de dulces y pastas para la gente. Aquí sí se paga la bebida, pero de la repostería «puedes coger lo que quieras». La gente se junta al abrigo de la lumbre, come algo y charla. Los que se quedan en La Casona en ese rato se conocen. Son los de Ufones. Alguno de ellos lamenta que, otros años, también se monta una exposición particular en la iglesia, pero aquí todo va por voluntad personal y, si el que sabe no puede, habrá que aguardar a otra edición.
También se comenta lo de Gonzalo y el disfraz alternativo de los niños. Alguno de ellos corretea por allí con su tridente después de ayudar a los organizadores a dar la salida. Varios ya tienen edad para recordar todo esto. Es probable que no retengan en la memoria que la carrera larga la ganó un hombre llamado José Carlos Cobreros, pero la parte identitaria irá empapándolos para que el día de mañana salga el barro del arraigo con Ufones.
