Cuando uno se asoma a la puerta que aparece bajo el cartel de Muebles Fresno Gago, en Tábara, una nota pegada a la puerta le redirecciona: «Estamos en el taller». Y efectivamente, un poco más allá, en dirección a Sanabria y sin salirse de la travesía, se ubican la zona de trabajo, la madera y el carpintero. Esta vez, se trata de José Manuel, uno de los dos hermanos que llevan el negocio. El tipo charla en ese instante con una vecina mientras los elementos de la faena le rodean, y la conversación ajena da para fijarse un poco alrededor y comprobar que alguno de los profesionales que echa la vida en el local tiene afición por los refranes y por el Real Madrid. También, para ir entendiendo que lo que se hace allí tiene que ver más con lo artesanal que con el volumen de producción.
Pero la visita no es azarosa ni genérica. Hay una percha, como se dice en el argot periodístico. Aquí, en el taller de Fresno Gago – al tiempo nombre del negocio y apellidos de sus responsables – se renuevan algunas de las piezas que, en apenas unas semanas, se utilizarán en las mascaradas de invierno de la provincia. Varias de ellas brillan con nitidez entre las paredes decoradas con fotos de campeones de Europa de fútbol. Les faltan el color rojo característico y los cuernos de cabra, pero no hay duda. Son las tenazas de los Cencerrones de Abejera.

José Manuel lo cuenta cuando la vecina se marcha. Primero, se muestra parco en palabras, pero luego se suelta y explica. «Me piden cosas semejantes de otros sitios», aclara el carpintero, acostumbrado a reparar andas de santos o cruces de las que se llevan en las procesiones: «Son piezas particulares», insiste el dueño del negocio, que apunta que, en esa faena, hace tanto arreglos de figuras antiguas como creaciones de cero.
En el encargo particular de los Cencerrones de Abejera, José Manuel señala que, para hacer las tenazas nuevas, partió de las viejas. De hecho, por ahí está el modelo de referencia del que han salido hasta tres réplicas: «Las que hemos hecho son de haya y las anteriores de roble», profundiza el carpintero, que habla de la pertinencia de reducir un poco el peso, de aligerar la pieza: «Lo importante es que, cuando plieguen, hagan este ruido», añade el artesano. Y ejecuta el movimiento: «¡Clas!». Suena como tiene que sonar.
Por eso, no vale con cualquier madera. Hay una adecuada para cada situación. Ocurre también con los palos que sirven para la danza del paloteo de Tábara. Esas piezas son de espino: «El otro hermano que tengo – no su compañero Francisco el de la carpintería, sino Carlos Fresno Gago – es el que lleva todo el folklore de aquí y es el que pide permisos para cortar el árbol. Después deja secar los trozos y los trae para aquí. El sonido del espino es muy característico», cuenta José Manuel, que inicia entonces una pequeña visita guiada por el taller.

El carpintero enseña y deja tocar: «Agarra eso», «¿Ves lo que pesa?», «Mira a ver si puedes con esa madera». Luego, regresa a las tenazas de los Cencerrones: «Hacemos listones a lo largo, cortamos, pasamos la fresa y después vamos trenzando para que quede agarrado con los tornillos». La colocación de cada listón permite que el instrumento se estire y se contraiga como debe. «Luego estos le dan mucha caña», advierte José Manuel, en referencia a los mozos del pueblo vecino. El artesano no sabe cuánto puede durar cada tenaza ante ese empuje. Lo que tiene más claro es cómo ejecutar el encargo de hacer una especial para los niños de Abejera: «Tiene que ser ligera y que sirva para que se diviertan. Utilizaremos otra madera», adelanta.
La charla sobre los Cencerrones y las mascaradas se agota, pero surge otra que tiene que ver con el propio negocio y con el oficio: «Mis dos abuelos por parte de padre eran carpinteros», recuerda José Manuel Fresno Gago, que continúa: «Mi bisabuelo también y creemos que el tatarabuelo». Eso quiere decir que el origen del negocio hay que buscarlo, quizá, mediado el siglo XIX. El dueño actual que habla ya pasa de los 60, por si alguien quiere hacer el cálculo.
El caso es que, con ese legado familiar a la espalda, él nunca dudo: «Me quería quedar en el pueblo», advierte. Y para eso no había mejor salida que seguir el camino de quienes le precedieron: «Llevo en esto desde niño y aún estoy aprendiendo ahora», recalca José Manuel, que comenta que, en su trayectoria ya dilatada, ha cambiado casi todo en el oficio: de lo puramente manual a la ayuda de las máquinas; de los encargos de cerchas para naves a los muebles a medida. Todo a medida: «Aquí no se hace nada estándar», matiza el carpintero.

«La calidad hay que pagarla»
Su faena exige tiempo, mimo y mucha mano. ¿Cómo convive eso con la sociedad de la era Ikea? José Manuel se encoge de hombros y responde: «La vida moderna es así, no queda otra. Nosotros, a estas alturas, ya no vamos a cambiar» reflexiona el tabarés, que defiende que «la calidad hay que pagarla» y que el oficio tiene un valor. Más ahora que cada vez lo ejecutan menos profesionales: «Cuando yo era chaval, estábamos cuatro talleres fijos en Tábara. Ahora, solo quedamos nosotros», constata.
Cabría añadir aquí que Fresno Gago sigue sin relevo a la vista: «Para que continuaran los siguientes, ya tendrían que estar aquí», afirma José Manuel, que defiende que este oficio se aprende poco a poco y desde el principio. Así lo hizo él, que sigue disfrutando de la esencia de la carpintería: «A mí lo que me quema son el IVA y las facturas; todo eso», apostilla el tabarés, que se despide mostrando otra vez para la foto cómo ha hecho tres tenazas casi idénticas, pero al mismo tiempo únicas, con el fin de que la tradición siga sonando como siempre en Abejera: «¡Clas!».
