
Hay fechas clave en el calendario en las que uno se puede ver reflejado en el espejo social de un pueblo. En estos días, mientras se encienden velas en los cementerios y las familias se reúnen para recordar a quienes ya no están, nuestras calles se llenan también de calabazas decorativas, telarañas de plástico y personajes que poco tienen que ver con nuestra memoria colectiva. La globalización cultural ha dejado su huella, y Halloween, como otras tantas importaciones culturales impuestas, ha amoldado su lugar entre nosotros.
No pretendo negar la realidad de un mundo cada vez más interconectado ni poner el cerrojo a determinadas expresiones culturales que divierten y socializan. La convivencia entre tradiciones diversas no debería traducirse en un acto de competencia ni fagocitación, pero sí deberíamos mantener una conversación honesta tanto en el plano individual como colectivo: ¿Qué queremos proyectar como comunidad? ¿Qué queremos transmitir a las generaciones venideras?
España ha mantenido siempre una relación íntima, profunda y austera con la muerte. El recuerdo hacia nuestros antepasados no se ha expresado desde la algarabía juerguista ni desde el disfraz, sino desde la memoria, el respeto y la continuidad afectiva. Nuestro país aún mantiene anualmente, pese al impositivo despliegue cultural anglosajón, la costumbre de acudir el «Día de Todos los Santos» a los cementerios para limpiar las tumbas de nuestros familiares, emplazar flores y velas y conversar en silencio con quienes ya no están. Es un gesto humilde, hermoso, y, sin lugar a dudas, profundamente humano.
No hace falta profesar creencias religiosas para entender el valor de esta tradición: es un acto de vinculación familiar y de gratitud. Recordar a quienes nos precedieron es, al fin y al cabo, una forma de recordarnos a nosotros mismos quiénes somos.
Frente a ello, resulta difícil no advertir cómo el marco cultural hegemónico estadounidense ha convertido estas fechas en un producto más de consumo que se ha exportado globalmente con éxito. Una celebración diseñada para el consumo y el entretenimiento rápido. Los pueblos que dejan de cuidar su propia historia acaban asimilando la de otros, y en el caso español, este es un ejemplo más que se suma, entre otros, a la aceptación de los relatos históricos falseados que componen la «Leyenda Negra».
Por eso es tan valioso mantener y fomentar tradiciones culturales como la representación teatral de Don Juan Tenorio” ese clásico inmortal de José Zorrilla que cada otoño vuelve a recordarnos que el arte, cuando brota de nuestra identidad, no envejece: se renueva. Arte que este año, junto a la representación en el Teatro Principal a cargo del grupo «La Tijera», también ha engalanado la Costanilla de San Antolín en forma de mural conmemorativo promovido por el Ayuntamiento de Zamora. Sin duda algo profundamente nuestro, con lenguaje, espíritu y paisaje cultural reconocibles. Don Juan y Doña Inés forman parte de nuestro ADN cultural tanto como los ritos discretos y solemnes del Día de Todos los Santos. Una representación teatral con sabor a buñuelos.
Invitemos a los niños a disfrazarse si quieren, a disfrutar de una fiesta más en el calendario, pero enseñémosles también desde las escuelas a llevar flores a sus antepasados, a escuchar la tradición viva de los relatos de nuestros mayores, a degustar los buñuelos y a conocer la inmortal obra de Zorrilla. Si somos capaces de equilibrar celebración con memoria, bullicio con silencio y luces naranjas con velas blancas, seremos capaces de preservar nuestra alma colectiva.
Reivindicar lo nuestro no implica sólo mirar hacia atrás, sino avanzar hacia adelante sin olvidar el sendero recorrido por tantas generaciones; es hacer camino al andar en una coyuntura donde todo lo que nos rodea parece cada vez más efímero e impostado. Quizá hoy sea más necesario que nunca recordar que nuestro futuro también se construye desde nuestras raíces y, afortunadamente las nuestras, al igual que el Tenorio de Zorrilla, forman parte de la patria del alma.
