La tienda de Javier Merino es pequeña, pero está bien aprovechada. Casi agobia. Las estanterías llenas se acumulan hasta el techo y cubren los azulejos blancos que decoran la estancia. En los huecos libres por la pared hay calendarios, carteles o anuncios de lotería, y en los recovecos del local hay lugar para la máquina con la que el dueño corta el fiambre o para las cámaras que guardan el frío. La caja aparece ya al pie de un mostrador azul donde termina este recorrido laberíntico.
Allí atiende Javier, un hombre aparentemente tranquilo. Pausado y medido también para hablar, para contar la historia de esta tienda de alimentación de Moreruela de los Infanzones, que es pequeña, pero que da un gran servicio a sus gentes. Este es el lugar de cercanía para que los vecinos hagan las compras. Salvo en un pequeño paréntesis de cuatro años hace unos quince, así lleva siendo desde hace más de medio siglo. Los últimos 25 años, con el mismo dueño.

«La tienda la abrió primero mi cuñado y, después de un tiempo, se la cogí yo; cuando me casé», explica Javier, que no es del pueblo, pero que se ha hecho a él. Desde dentro, va viendo que la cosa merma: «Cuando empecé, a lo mejor éramos 500 viviendo aquí y ahora somos 300, así que ha bajado considerablemente», remarca el tendero, que tiene las cifras bien presentes en la cabeza. Según el INE, la localidad ha pasado de 480 a 325 desde el 2000 hasta 2024.
Esa realidad ha obligado a Javier a adaptarse. «Voy trayendo más o menos lo que la gente pide», admite el dueño del negocio, que fue jugando al ensayo-error para desterrar lo que le era menos rentable y tratar de acertar lo máximo posible. Cuando el margen es corto, conviene agudizar el ingenio. También salirse de lo estrictamente alimentario. De hecho, una de las zonas de la tienda aparece cubierta de flores. Y no es casual cuando los Santos están en el horizonte.

«Ahora, por ejemplo, solo traigo ese tipo de flores, los crisantemos. Y por ahí los dulces de cada época. Cuando es Semana Santa, aceitadas», narra Javier Merino, que sonríe sarcástico al recibir la siguiente pregunta: ¿Por qué decidió coger la tienda en su día? «La mujer es de aquí y a lo mejor estaba un poco cansado de trabajar para otros, así que dije: voy a probar a ver qué tal». Probó, se quedó, se marchó brevemente y retornó. Y ahí sigue.
Al cierre de la conversación, un hombre se lleva unos yogures y unos plátanos. A él no le saca de pobre, pero estas tiendas funcionan con riego económico por goteo. Tampoco al vecino le llena la despensa, pero el establecimiento de Javier está para cuando necesita algo. Y esa es una riqueza que un pueblo solo valora cuando el último tendero echa la llave.
