Todavía no hace frío de verdad, pero este 20 de octubre es el primer lunes que exige un poco de abrigo. Escenario válido para entregarse al vicio sano que ofrece Virginia Cardeñosa en la confluencia entre Santa Clara y la plaza de Fernández Duro. Primero se asoma a la caseta una familia que va de compras por la zona; después, un par de parejas; luego, un hombre de mediana edad que se lleva un cucurucho también mediano. Todos acuden atrapados por un olor característico y eminentemente otoñal: el de las castañas.
La mujer que se dedica asarlas, Virginia, acaba de ponerse con la faena. En octubre, como el año pasado, el de su primera campaña con El Castañero, la empresa que se dedica a llevar el producto «sano, nutritivo y de calidad» por distintas ciudades de España. Eso reza su eslogan y eso vende la trabajadora que ejerce de cocinera, de comercial y de lo que toque en la caseta de Zamora. Aquí, con la dificultad extra de que se sitúa ante un público entendido. Sobre todo, si viene del oeste de la provincia.

Asumido ese condicionante, Virginia explica que, aunque parece que este tipo de negocios se agota, el que le sirve de sustento de octubre a un punto indeterminado del invierno funciona. La clave, defiende ella, es el valor del producto, de la castaña. No siempre de Zamora, pero nacional en cualquier caso. «El año pasado aguantamos hasta finales de enero, pero alguna vez se ha estirado hasta marzo. Quizá en noviembre o diciembre es lo más fuerte», apunta.
El binomio frío más gente en la calle le suele ir bien a este negocio de exterior que abre cinco horas al día en la pequeña y céntrica caseta que lo acoge: de cuatro y media de la tarde a nueve y media de la noche. «Se aguantan mejor estos turnos que los de la hostelería», constata Virginia, que no para de dar vueltas a las castañas mientras habla: «La llama de propano calienta el hornillo que está agujereado. No es como antes que se hacía con el cacharrito y las brasas», resume.

Las castañas se suelen hacer «en diez o quince minutos, depende de la cantidad que eches también», y la clave es conseguir que todos los viandantes se las lleven calientes. «Tengo aquí un saco en el que se quedan más abrigadas que yo», apunta Virginia, que las devuelve al hornillo si pasa mucho tiempo antes de despacharlas. No suele pasar. Y menos cuando el frío aprieta de verdad y la gente busca agarrarse a lo que sea para entrar en calor.
En esas jornadas gélidas, ella padece. Ahora, el calor de las castañas sobra para estar a gusto. Cuando llegan las temperaturas bajo cero, no: «Lo paso mal», admite la trabajadora, que no tiene más queja. Y menos ahora, cuando todo empieza y se reencuentra con «el niño de ocho años que viene todos los días» o la persona de 80 que tampoco falla. La conversación acaba precisamente porque hay otro cliente a la cola atraído por el olor a otoño que se quedará unos meses en Santa Clara.
