La tienda de Fernando carece de grandes carteles a la puerta. Ni luminosos ni de los otros. No hace falta. En Vallesa de la Guareña todo el mundo sabe el camino para llegar. Y si viene alguien de fuera, como es el caso, basta con preguntar. Una vez dentro, la estampa muestra un negocio de los de toda la vida. De hecho, si no fuera por el datáfono moderno, el local podría formar parte de un viaje en el tiempo. Pero no. Es octubre de 2025 y el comercio resiste en el mismo lugar en el que abrió en los años 60. Ha llovido y han pasado otras muchas cosas.
En el instante preciso de la visita, la tienda permanece vacía, pero basta un saludo a buen tono para alertar al dueño, Fernando Viruega, que sale acelerado de la vivienda contigua dispuesto a atender. Efectivamente, el responsable del comercio reside en un hogar que apenas permanece separado del establecimiento por una puerta. Como otra habitación cualquiera. El modelo era relativamente común antaño. Ahora, cada vez menos.

Tampoco resulta demasiado habitual ver una tienda abierta en un pueblo que, según la última actualización del INE, tiene 53 habitantes. Vallesa está de suerte con eso. Fernando aguanta, todavía tiene 56 años y prevé rematar su vida laboral en el lugar que heredó de Germán y Justina, sus padres. Allí despacha productos de alimentación de todo tipo y el pan que elabora en su horno de leña. Ese miércoles en el que tiene lugar la charla se ha levantado a las dos y media de la mañana para ponerse a la labor. ¿No es mucho trabajo? El comerciante sonríe y se encoge de hombros.
Fernando es consciente de que, para sostener el negocio según lo tiene ahora, no le queda otra que empujar. La tienda cuenta con dos empleadas que permiten que el dueño pueda «expandirse» con su pan por otras localidades sin dejar desatendido el establecimiento principal. Además, su ruta tiene una parte curiosa, ligada a la ubicación del pueblo del que parte. Y es que, aunque el reparto solo llega a otros tres núcleos aparte de Vallesa, cada cual es de una provincia diferente: Olmo, también en Zamora; Tarazona de la Guareña, en Salamanca, a diez kilómetros; y Torrecilla de la Orden, en Valladolid, a 19.
A esos lugares se desplaza Fernando, «con el pan contado», igual que va cada mañana a Salamanca para adquirir el género que luego despacha en la tienda. «La gente de aquí es fiel», aclara el dueño del establecimiento, que cita dos momentos críticos para el negocio: la crisis de 2008 – «malísima, pero nos recuperamos» – y la pandemia: «Gracias a Dios, no nos cogió el COVID ni nada, después de las locuras que hicimos», advierte.

Todo, con un proyecto que «es multiservicio total». De hecho, en una esquina del establecimiento, Fernando también tiene una parte de estanco: «Me toca moverme mucho, pero no me puedo quejar», asegura el tendero, que cree que el pueblo sí valora lo que él hace. «Yo soy consciente de que, el día que me jubile, aquí no va a venir nadie. Lo hemos visto con el bar. Teníamos uno, pero se cerró hace dos años y no lo han cogido», destaca este pequeño empresario.
«Casi como un 24 horas»
«Yo puedo seguir porque no tengo hipotecas ni nada», insiste Fernando, que está acostumbrado a que la gente, incluso en los ratos que cierra, le toque a la puerta si necesita algo o si se le ha olvidado llevarse un producto que necesitaba: «Hay muchos domingos que cogen y pican porque saben que estás aquí. Es casi como 24 horas. Pero yo súper contento de que lo sigan haciendo. Algo siempre te dejan», desliza el comerciante.
Antes de despedirse, el tendero de Vallesa subraya que sus padres, de 88 y 84 años, aún le echan una mano para algunos asuntos. «Y están felices de que siga», advierte Fernando, antes de cruzar el umbral del negocio para pasar al ambiente de su casa. Una frontera casi indistinguible.