En el tiempo ordinario, da la sensación de que la vida de Zamora se acaba en Viriato. Pero nada más lejos de la realidad a partir de este jueves. Ahora, de esa plaza en adelante, empieza el barullo. Y lo que se termina (más o menos) es el siglo XXI. El casco histórico es, durante este fin de semana, el territorio del mercado medieval. Uno más grande que los de antes, con decenas de puestos de todo tipo y con mucho curioso desde el minuto uno. A las seis, se abrieron los puestos; a las seis y media, aquello ya parecía una romería.
Por eso regresa el montaje de un año para otro, porque a la gente le gusta darse una vuelta, jugar a que efectivamente la feria es un viaje al pasado y también gastar, claro. En comida o en cosméticos. En chupitos o en colgantes. En ballestas de juguete o en gominolas del tamaño de la cabeza de un niño pequeño. Si los puestos se cuentan por decenas, también los disfraces y los carteles ingeniosos que buscan captar a un paseante con muchos estímulos.

«Díselo con fuet», recomienda un vendedor dedicado a lo que evidentemente se dedica. «Aquí duerme un pucelano», reza un objeto con el escudo del Valladolid en un puesto cercano. Por estos lares, parece mejor la estrategia de venta del primero que la del segundo, que también tiene piezas del Real Madrid por asegurar. No muy lejos, un tipo que lleva fruta deshidratada ya despacha con soltura mientras su vecino más próximo, con botellas de chupito, espera un rato a que a la gente le entren más ganas de remojar el gaznate.
De ahí en adelante, rumbo ya a San Ildefonso, mucha artesanía y muchas pulseras. De las estandarizadas y de las personalizadas. También artistas de la madera, de los churros, de las patatas con salchichas o del queso. En este septiembre no hay Fromago, pero siempre queda algún resquicio para colar el producto estrella del mes. Igual que hay hueco para las procesiones y para los caballos por el entorno de la Catedral, aunque no sea Miércoles Santo y, ni mucho menos, haya silencio.

De hecho, los animales pasan, ante la estupefacción de los niños, rodeados por la música de las gaitas, del tambor y de las panderetas. Una mujer que toca ese último instrumento sonríe con ganas al caminar ante los muchachos, que le devuelven el gesto antes de que el monstruo que cierra la comitiva les cambie la mueca. Los padres les consuelan entre risas y se disponen a enfilar la zona de la comida.
Antes de llegar a esa meta hay tiempo para detenerse en las demostraciones de los artesanos o en el tiovivo medieval que espera a la puerta de San Salvador. Ya en la plaza, el hambre se desata con el pulpo o con el olor de la morcilla, el chorizo o la carne en pleno proceso de elaboración. Quien está a pie de fuego es un andaluz ciertamente parlanchín que vence y convence por insistencia: «Vamos a comer, que yo les sirvo», le dice a una pareja dudosa. Y para allá van. De postre, si quieren, tienen dulces árabes o una nocilla sospechosamente contemporánea. Alguna trampilla hay. Pero se trata de ir con la mirada dispuesta a cambiar de mundo a partir de Viriato.
