Sábado 13 de septiembre, dos de la tarde. En el exterior del recinto ferial de San Vitero, un tipo hace pinchos morunos mientras otro se afana con el pulpo. A un paso de allí, una mujer despacha empanadas artesanales. Todo lo de comer tiene su público en ese rato en el que el estómago va alzando la voz. Pero el corrillo más grande no está en ninguno de esos lugares, sino en el centro del recinto. La gente se acumula hasta el punto de que toca acercarse al pie del círculo humano para otear lo que está ocurriendo. Y allí, en medio de la escena, aparece Óscar Fierro.
El hombre viste camisa blanca y chaleco negro. Lleva una barba larga y canosa, y el pelo recogido en un moño. En definitiva, una de esas estéticas que resultan fáciles de ubicar si alguien ve a esa misma persona una segunda vez. Por si acaso, lo que hace también es bastante identificativo. Por eso se le llena el chiringuito. Óscar Fierro se dedica a trabajar la lana. Y lo hace con las herramientas de toda la vida. Eso llama la atención de la gente mayor, que lo vio en la infancia, y de las personas jóvenes, que no lo han visto nunca.

Además, el hilandero cuenta, explica y resuelve dudas. Y eso, sin dejar de elaborar la pieza que toque en el momento. En una feria que va de pastores, su presencia es pertinente. «¿Todo lo haces tú?», le pregunta una señora. «Menos esos calcetines blancos que son de mi bisabuela, todo lo hago yo», confirma Óscar Fierro, que cuelga sus creaciones alrededor del stand y que genera admiración entre su público: «Qué paciencia hay que tener para esto…», suspira una mujer que lo graba con el móvil.
¿Pero quién es este hombre y qué hace en la feria de los pastores y la trashumancia de San Vitero exactamente? Óscar Fierro empieza por explicar de dónde viene. Su hogar está en un pueblo leonés llamado Bustillo del Páramo. Allí, heredó la casa de su bisabuela María, «la hilandera de la casa», y allí también se topó con unos husos y unas cardas. Lo primero que hizo fue preguntar qué hacía su antepasada con aquello. La respuesta fue que, sobre todo, calcetines. Y a eso se puso el protagonista de esta historia. Lo que ocurre es que aquella curiosidad se le fue de las manos.
Ese primer contacto con la actividad de su bisabuela tuvo lugar en 2013. Cuatro años después, Óscar Fierro montó el proyecto Hilando Mamut, con el que lleva los artilugios tradicionales y su conocimiento sobre el antiguo oficio a «las semanas culturales de los pueblos, los colegios, centros de alzhéimer, lugares para personas con síndrome de down…». «Se ha desmadrado», admite el leonés, que pasa varios meses al año en la zona de Alicante y que también se mueve por el sureste español. La de este fin de semana es su primera vez en Zamora.
En ferias como la alistana, «se suele juntar gente que ha vivido esto porque sus madres hilaban», aclara Fierro, que se mueve en un espacio pequeño, pero con mucho instrumental. Sin ir más lejos, por ahí aparecen unas tijeras que son «el símbolo» del origen de la actividad del leonés. El primer paso para él es esquilar a las ovejas; el último, ponerse la ropa que hace. No hay intermediarios en el proceso. Del cuerpo del animal al suyo. Y, en el medio, prácticas abandonadas como ir al río a lavar la lana.
En otro rincón también aparece una escarmenadora que Fierro se encontró casi de casualidad en Murcia. Este aparato servía para facilitar el proceso de desenredado y limpieza de las fibras textiles. Al lado, una cardadora de tambor, que permite multiplicar por diez los ovillos que se pueden hacer con unas cardas normales. Luego están los peines. O el huso. O la máquina de hilar de dos pedales que este hombre maneja con soltura para estupefacción de los niños y aprobación de los mayores.
No para competir, sino para recordar
Óscar Fierro lo hace todo desde la consciencia de que, a estas alturas de la vida, no se puede competir con las producciones textiles en cadena. Pero eso no está reñido con recordar cómo era la labor antigua. «La bisabuela lo hacía para uso doméstico, para casa. Y si veía poco y dejaba un poco de paja o de semillas, pues a lo mejor te rascaban los calcetines», ríe el leonés, que enseguida tiene que volver al corrillo. La gente se lo demanda.