Moralina de Sayago, mediodía del 7 de agosto. Hace un calor que roza lo insufrible. Todavía quedan algunos días para que toda la atención mediática de la provincia se centre en los incendios, así que el verano es el verano de siempre. Las gentes de la comarca aún no se mueven entre el alivio por haber esquivado los peores incendios (cruzar los dedos aquí) y la pena por lo que han padecido los paisanos del norte. Solo se habla de lo que calienta, de las fiestas y quizá un poco del traspaso de la panadería de la localidad. Lo normal, vaya.
Y como todo es cotidiano, por allí aparece Marisa con su camión. La frutera, de apellido Blanco, aparca como puede en un lateral de la calle y despacha a una vecina. La vendedora ambulante nació en Moralina, pero ahora vive en Fariza. Desde allí se mueve. Todavía de madrugada, al Merca a por el género; por las mañanas, a los pueblos que tiene en la ruta. Las tardes las tiene reservadas para asuntos personales: «Una situación complicada», aclara. Más que un negocio de resistencia, la suya es una vida de empuje y aguante.

Dadas sus circunstancias, la frutera apenas se mueve por cinco pueblos. Son los dos suyos, Moralina y Fariza, y tres más: Cozcurrita, Badilla y Mámoles. Una búsqueda rápida ofrece el resultado demográfico de esa ruta en el camión. Son unos 540 habitantes entre todos los pueblos. Eso, en el invierno. Pero este negocio, como muchos en el medio rural de Zamora, no puede medir su viabilidad por las facturas de febrero. Marisa Blanco lo cuenta cuando acaba de despachar a la última clienta de esta mañana tórrida.
«Yo hago balance en diciembre, porque el año tiene doce meses», arranca la ambulante, que subraya que, si se fijara solo en el pleno invierno, no habría nada que hablar: «No podría ni mover el camión del garaje, no saco ni para la Seguridad Social», advierte la frutera. La clave está en julio y agosto. Quizá no es lo que había antes, pero alcanza: «Me da para ir manteniéndome de cara al resto del año», concede la sayaguesa.
Un servicio de más de treinta años
Y, de paso, da un servicio por algunos pueblos donde la compra en un establecimiento fijo hace tiempo que pasó a mejor vida: «Me levanto a las cinco y media de la mañana y me organizo para traer todos los encargos», destaca Marisa, que tira un poco del hogar paterno en Moralina para poder llegar a todo y estar en casa para cumplir con el segundo papel, el de cuidadora.
En realidad, para ella, hay dos vidas que transcurren en paralelo: la del servicio a los pueblos y la de la entrega familiar. «En la frutería, empecé con 18 años y tengo 51», resalta la sayaguesa. Luego, se sienta en el camión para la foto, vuelve a ponerse al volante y sigue. No queda otra.