La escena muestra a tres hombres y tres mujeres. Todos están sentados en dos bancos unidos y tallados en el respaldo con las letras de la antigua Caja España. Ellos llevan gorra y sujetan un palo, listos para levantarse en cualquier momento e ir al paseo; ellas van en pantalón corto y calzado deportivo, preparadas también para el ejercicio. Pero antes está la tertulia. Pasa un rato de las siete de la tarde de un día amable de finales de julio en Samir de los Caños y la escena forma parte de la rutina. Solo de la veraniega, claro.
Lo cuentan los seis protagonistas de la estampa: Tomás, Baltasar, Manuel, Ino, María y Manuela, «todos jubiletas». Ninguno vive en este pueblo de Aliste durante el invierno, pero cada uno de ellos regresa cuando el calor aprieta y los días se alargan. «Nos fuimos de jóvenes porque buscábamos los duros», responde Tomás a la pregunta de por qué marcharon antaño. Y devuelve otra: «¿Por qué se va la gente de Zamora ahora?». Pues eso.

Mientras, María va enumerando los destinos de los que marcharon sin billete de vuelta hace décadas y ahora retornan por temporadas: «Venimos de Bilbao, de Asturias, de Cataluña, de Madrid, de Zaragoza…». «O del mismo Zamora», completa a su lado Manuela. También hubo quienes probaron suerte en Francia o en Alemania. ¿El resultado? De ser más de 600 vecinos mediado el siglo XX a quedar 156 censados antes de llegar al primer cuarto del XXI. Y en el crudo invierno no llegan a ser cien fijos.
Muchos dirán que el caso de Samir de los Caños es uno más en la provincia del vaciado invernal y el oasis demográfico veraniego. Y sí. Pero se encuentran pocos ejemplos tan llamativos como este. En Zamora hay 508 localidades. De ellas, solo 22 multiplican por cinco o más su población en el punto álgido del verano, según los Indicadores de Infraestructura y Equipamientos Locales (EIEL) del Ministerio de Política Territorial y Memoria Democrática. Samir es una de ellas.

Para complementar ese dato, otro bastante revelador: Samir de los Caños tiene 233 viviendas. Bastantes más que habitantes fijos. De ellas, solo 82 son principales. Las otras 151 pertenecen a personas que no pasan la mayor parte del año en la localidad. El grupo de personas de los bancos de Caja España señala alrededor para contar cuántas de las casas que se presentan ante sus ojos abren solo por temporadas. Les sale un puñado solo del primer vistazo.
Los vecinos veraniegos de Samir cuentan también que todavía faltan un par de semanas para que el pueblo cuelgue el cartel de completo. Será por el puente de agosto, y de ahí a las fiestas que vienen después. Como en muchos otros lugares, septiembre llegará como un tornado. Luego, los puentes del Pilar y de los Santos se llevarán los restos de la población temporal. De noviembre a Semana Santa, con el paréntesis de la Navidad, quedarán noventa y tantos y el silencio.

Quizá también resista el bar, que va abriendo por temporadas bajo la tutela municipal desde que cerró el negocio de Agustina, coincidiendo con la pandemia. Samir se agarra a los nuevos responsables de ese establecimiento hostelero, el servicio que queda, tras la pérdida también de la tienda. Y antes de la panadería. De hecho, en ese rato, se escucha la bocina del camión de Alimentación Vara, de San Juan del Rebollar, que atiende a la localidad. Si no, quedan Alcañices, Zamora o el supermercado de Mari en Moveros. Coche mediante.
Más allá de la tertulia del centro, a la que se suma enseguida otro vecino de nombre Daniel, el pueblo da sensación de vida. Por ahí anda un hombre con barba afanado en el huerto, se ve otra charla a la sombra de un garaje, aparece una mujer con un carrito de bebé que saluda al grupito, asoman un par de muchachos que hablan de la vida y surgen, repartidas por ahí, más escenas de parlaos en los poyos, a las puertas de las casas.

A la punta de arriba del pueblo, cerca del parque, el alcalde, Domingo Miguel, habla de la particularidad de la multiplicación de Samir. Lo hace desde su óptica, que es doble: alegría por ver las calles llenas; inquietud por prestar bien los servicios en una localidad dimensionada para mucha menos gente que la que tendrá en quince días. Mientras empieza a contar, llega un muchacho en bicicleta y le da unas llaves en las que se puede leer «pista de pádel». «La hicimos porque veíamos que la gente jugaba y no queríamos que estuvieran en carretera para ir a Rabanales o donde fuera», aclara el regidor.
A Domingo Miguel la gente también le pide una piscina. Pero no da. «No disponemos de ninguna infraestructura. No tenemos molinos como en otros lados. Solo dependemos de los censados», aclara el alcalde, que resume fácilmente la situación: «La gente emigró casi toda, han tenido hijos, los hijos han venido al pueblo y los nietos también». Vienen tanto que toca controlar lo que pasa con la recogida de basuras o con el consumo de agua.

En el primero de los casos, la mancomunidad ya pasa de recoger residuos una vez por semana a hacerlo dos. Con el coste extra que conlleva. En lo tocante al agua, se pide prudencia en el uso. «Aquí acogemos a todos, pero que nos ayuden también un poquito a nosotros», desliza el alcalde.
De nuevo en la parte baja del pueblo, la tertulia de los seis iniciales más Daniel se ha dispersado. En su lugar, de pie y cerca de una de las varias fuentes de las que presume este pueblo de los Caños se encuentra un grupito de siete con dos protagonistas evidentes: una ya se sujeta en pie y se llama Gracia; la otra todavía ha de ir en brazos y responde al nombre de Olivia. La mayor anuncia que normalmente viven en Valladolid. Lo que pasa es que ahora toca Samir: «Pero estas vienen todo el año, eh. Como mucho cada dos fines de semana están aquí», aclara una familiar. El pueblo no desaparece en invierno.
