Pas de photos. Fotos no. Es por eso que te mando esta postal desnuda, algo ciega. Sin imagen en el reverso, aunque tuve que contenerme las ganas de fotografiar, precisamente, ese mensaje hostil, ese recibimiento anti Instagram. Una pintada negra sobre los hiperbólicos muros de hormigón que forman los pasajes interiores, laberínticos y mal iluminados, de «Le Palace», la primera sección de la cité de Abraxas diseñada por Ricardo Bofill. Noisy-le-Grand, afueras de París. Un palacio para el pueblo. Al final de la galería se empequeñece un templo grecorromano, tímido bajo la mole amoratada de líneas rectas, en una penumbra faraónica.
A izquierda y derecha se abren portales de vidrios finísimos y locales estrechos donde trabajan las asociaciones vecinales. Huele a orina en las galerías descuidadas que llevan al patio interior, un hemiciclo cubierto de hierba que asciende como el graderío de un anfiteatro, encerrado en los límites de las otras dos secciones. De frente, se impone «Le Théatre», colosal, cientos de miradas asomadas al espectáculo, y, en el centro, «L’Arc», un arco de la victoria tachonado de nuevas hileras de ventanas, algunas abiertas, por donde huye una cortina. En ese símbolo del progreso, en esa fantasía de la gloria estatal, vive gente, me digo. En total, dos mil personas, repartidas en seiscientos apartamentos. Desde fuera, la cité parece una fortaleza cerrada sobre sí misma, dándole la espalda al mundo. Desde dentro, el decorado de una obra que nunca se representó, fúnebre. Si en un principio se diseñó para acoger a las clases populares y a la inmigración argelina tras la independencia, hoy, después de décadas de dejadez institucional, la cité es ya una seña de identidad: una mancha en el currículum, un motivo de orgullo.
Ricardo Bofill se consideraba el menos malo de todos los arquitectos o de todos los visionarios. En su cruzada por reinventar los alojamientos sociales, creyó que había que sacar a las familias de la gris monotonía de los edificios modernos e instalarlas en monumentos posmodernos. Los artistas de entonces aplaudieron la idea, los influencers de hoy se promocionan a sí mismos y retratan sus muecas de asombro, su excesiva sentimentalidad, delante de unas vidas que piden no ser retratadas. El director de cine polaco Andrzej Zulawski, grabó en la cité de Abraxas escenas de su película L’amour braque y defendió el proyecto de Bofill, siempre a favor de la belleza. Quién no estaría a favor de la belleza. No sé si me gustaría vivir ahí, comentó, de pasada.
Un grupo de niños juega sobre la hierba, repitiendo en patinete las curvas del anfiteatro. Un visitante accede al recinto y mira a su alrededor. Desde la distancia, alcanzo a ver cómo enmudece o, lo que es lo mismo, cómo duda si llevarse la mano al bolsillo para sacar el móvil. Sobre ellos cae a plomo la utopía neoclásica, el silencio totalitario, panóptico. No exagero: el eco de las risas y las órdenes infantiles solo acentúa la sensación de aislamiento. Ningún ruido llega de las transitadas carreteras que rodean el complejo de viviendas y mucho menos de las orillas del Marne, que discurre tranquilo no muy lejos de la cité, reflejando el verdor de las orillas renaturalizadas y los torreones de las mansiones de la vieja y la nueva burguesía.
Pas les «bienvenu», informa una voz en la pared al abandonar el complejo. Una voz grandilocuente, una voz que no ignora el escaso poder con que cuenta. No sois bienvenidos.