España, septiembre del año 1984: el Gobierno anuncia el cierre de la línea ferroviaria de la Ruta de la Plata al considerar que no era un servicio rentable. La decisión no se demora: el 1 de enero de 1985, los trenes de viajeros dejan de pasar. Solo quedan algunos de mercancías, y por poco tiempo. Para unos cuantos pueblos de la provincia de Zamora, el palo es duro. Se trata del final de una conexión vital durante décadas y de una estocada mortal de necesidad para ciertos negocios. El sentimiento es de rabia, de enfado, de incomprensión. Algunos lo aceptan con resignación cristiana, «ponen la otra mejilla», pero hay localidades dispuestas a batallar. Pocas. Manganeses de la Lampreana es una de ellas.
Los veteranos del lugar todavía recuerdan la historia que vivieron en primera persona allá por el mes de enero del 85. Dos de ellos, José Antonio Blanco y Froilán Andrés, se levantan del banco que comparten en este martes de junio para narrar un acto de rebeldía popular que (atención, spoiler) concluyó sin final feliz. Solo hay que darse una vuelta por las vías y por la estación para comprobarlo: las hierbas y el deterioro ocupan ahora el espacio de lo que fue el nexo de unión entre el pueblo y el mundo. Después del cierre, casi todo fue a peor. Pero eso los vecinos ya lo sabían entonces. Por eso se levantaron.

Los hechos se pueden reconstruir con una precisión relativa a través de los testimonios de la gente y de las crónicas de El Correo que se pueden leer en la web de la asociación Tren Zamora. Lo que se sabe es que, el mismo 1 de enero en el que se decretó el cierre, los vecinos de Manganeses de la Lampreana se reunieron para discutir qué hacer con el fin de recuperar el servicio ferroviario perdido. Hubo un debate y se tomó la decisión: cortar la vía.
El 2 de enero, los habitantes de Manganeses se juntaron en la estación y colocaron vigas de madera y de hierro para impedir el paso del tren de mercancías que aún siguió circulando un tiempo por ese tramo de la Ruta de la Plata. Además, lograron descarrilar un vagón ubicado en un paso a nivel y lo situaron entre dos vías para bloquear por completo el tráfico. Luego, hicieron unas hogueras y se quedaron plantados allí a esperar lo que llegó: la suspensión del servicio en esa jornada.

A partir de ahí, comenzaron unos días que mucha gente del pueblo recuerda. Lo cuenta ahora José Antonio Blanco: «Cuando venía un grupito de Renfe a quitar el vagón, avisaban a uno de aquí para que tocara las campanas y ya sabíamos que teníamos que ir a las vías. Nos decían: ‘oye, que nosotros somos unos empleados’, pero al final se largaban», rememora el vecino de Manganeses, que explica que eso se hizo en varias ocasiones, incluso de madrugada. Y no eran dos o tres.
«Para 200 personas sí estaríamos», asegura José Antonio. En aquellos días de enero, apareció quemada la casa del guardagujas en la zona de la estación y, del ejemplo de Manganeses, nacieron otras medidas para cortar las vías a la altura de Piedrahíta de Castro. Mientras, seguían yendo los de Renfe a por el vagón y se volvían por donde habían venido tras recibir «amenazas veladas», según las crónicas de la época. Más que veladas, según las gentes de la zona.
Pero no todo era presión popular, también había argumentos. El Correo recoge algunos testimonios que recuerdan a los tiempos modernos: «Es una medida antisocial y arbitraria en una de las zonas más deprimidas de España» o «Iberia y el Metro de Madrid también los sufragamos nosotros y dan pérdidas». José Antonio y Froilán aún lo tienen fresco: «De aquí se iban los estudiantes en el correo de las ocho y media y era un medio de comunicación perfecto. Además, no había tantos autos como ahora». En el periódico de entonces se hablaba de 15 o 20 alumnos que se iban a tener que quedar a vivir en Zamora y de varios trabajadores afectados.

«Decían que la mayoría de la gente se desplazaba en su coche, que ya no cogía el tren, pero eso eran monsergas. Lo que no querían era reparar la vía ni gastarse un duro. A Renfe no le era rentable y tomó la decisión radical de cerrar. Y cerró. Como le va a pasar ahora a todo el que se ponga por delante», augura Froilán, que apunta que no solo se trata de los viajeros. Al pie de la estación existía una fábrica de harina llamada La Aurora que languideció casi en paralelo.
«Ahí cargaban vagones y vagones de harina para Galicia y era un sistema cojonudo», añade el vecino. En aquella fábrica se trabajaba en tres turnos, con más de cuarenta empleados en los años buenos y en torno a veinte cuando todo esto ocurrió, según los testimonios de la gente de la zona. «Hacían todo tipo de pasta», lamenta ahora José Antonio.
De vuelta a lo que fueron las movilizaciones, casi lo último en aquellos días de enero fue un supuesto aviso de bomba en apoyo a los vecinos de Manganeses que luego jamás se concretó. Lo siguiente fue una reunión con los políticos que condujo a los vecinos a deponer su actitud. Tampoco era factible estirar aquello de por vida: «Y veíamos que no se conseguía nada», sostiene Froilán. Aún así, ya sin cortes de vía, la gente siguió muy movilizada, con manifestaciones y quejas: «Hasta fuimos alguna vez a Hervás», añade José Antonio, en referencia a alguna acción reivindicativa conjunta en la localidad extremeña.
El abandono
«En esa parte del pueblo, contra la estación, estaba la fábrica de harinas, un cuartel de la Guardia Civil grandísimo, veinte familias, seis u ocho obreros permanentes… Todo eso ha muerto, han quedado cuatro pelagatos», abunda Froilán, que anima a los periodistas a ir a ver lo que ha sobrevivido. Antes, toca buscar algún testimonio más en el bar.
Allí aparece Silvestre, que rondaba los treinta cuando Manganeses se alzó para pelear por lo suyo: «Ningún pueblo salió por delante. Tuvo que ser Manganeses. Y se cortó la vía y ya está», resume el vecino, escueto en sus expresiones, pero bastante claro:
– ¿Era muy importante el tren?
– Igual que tus zapatos si tienes que pisar picos.
«Había dos jefes de estación, el guardabarreras, los grupos de obreros para mantener la vía, la fábrica de harinas al lado… Y todo eso, pues se fue a tomar por culo», constata Silvestre, que apunta que, en aquellos días de enero del 85, estuvieron a punto de ir los antidisturbios, aunque siempre andaba rondando la Guardia Civil. Sin intervenir más de la cuenta, pero vigilante: «Venía todo el pueblo menos algunos que andaban fuera o en los ratos que atendíamos el ganado. Pero pasó lo que pasó. La cerraron», añade el parroquiano.
El hombre que está a su lado, de nombre Agustín Andrés, apunta que el cierre de la línea supuso «el declive» de esta parte de la España Vaciada. Sin ir más lejos, Manganeses era un pueblo con cinco bancos y más de mil vecinos. Ahora no llegan a 500 sumando el anejo de Riego. Unos minutos antes, en la calle, Froilán Andrés había dibujado con claridad el panorama: «Hablan de la despoblación, pero es que todo es así. Eso de ahí era un comercio en tiempos. Ahora, cerrado. Y todo igual. Es penoso, hostia».
Ese último adjetivo vale para definir el estado actual de una vía comida por la hierba hasta el punto de que en algunas zonas ni se puede pasar. La antigua estación muestra una estampa deprimente, corre el riesgo de caerse a trozos cualquier día, y las señales aparecen descoloridas, tiradas por el suelo o dentro de los arbustos. Al lado, en la fábrica de harina, ahora solo hay cristales rotos y palomas.
El alcalde, Juan Carlos Bueno, explica que Adif ni les habilita una vía verde ni desbroza el entorno, que se vuelve peligroso en este tiempo, cuando la vegetación nacida de una primavera lluviosa se convierte en combustible potencial para los incendios. Realmente cuesta imaginar lo que fue este lugar en la otra vida, antes de enero de 1985. La movilización de los vecinos fue uno de los últimos capítulos en la estación: «Y no conseguimos nada. Hacen lo que quieren», zanja Froilán. En presente.