
Hay personas que le dan importancia a todo y personas a las que no le importa nada. Me refiero no solo a lo que pasa en el mundo sino lo que sucede a pocos metros de donde se vive. Y también con esto me refiero al maltrato de los seres vivos allí donde habitan la especie humana.
Nuestro antropocentrismo es capaz de deformar la realidad para beneficio propio, de tal manera que siempre tendrán más valor las obras hechas por los humanos que por la propia naturaleza. Debe ser que Darwin no tenía razón, y la teoría evolutiva no es aplicable en nuestro caso: procedemos del vacío cósmico directamente por asignación divina del dedo de Dios.
Esta concepción extramundana resulta paradójica si tenemos en cuenta la historia de las civilizaciones y cómo, en muchos casos, el inicio de los declives de las mismas vino determinado por un conflicto permanente con el medio. La naturaleza es siempre más fuerte y es capaz de colocar a cada especie en su sitio, podría ser la máxima que prevalece.
Y sin embargo, no solo hemos sobrevivido a la naturaleza sino que hemos conseguido doblegarla. Tanto es así que, en un futuro utópico –no distópico– no la necesitemos, me refiero a cuando seamos capaces de existir dentro de inteligencias artificiales en un planeta como Marte. Elon Musk, un gran visionario de los de la mano en pecho, ya nos avisó hace tiempo: no le demos valor a este pobre planeta maltrecho pues la vida de verdad está después de la muerte (de la Tierra). Mis disculpas si el fanatismo tecnológico de las nubes y los centros de datos les recuerda al espiritualismo medieval que consideraba la vida aquí una mera preparación para la otra, la del cielo (o del infierno).
Cierto que el humanismo se encargó de desmontar las ideas teocéntricas pero lo que no logró nunca, pese a los intentos en su día del Romanticismo, fue una reconciliación con el mundo natural. Para la revolución industrial, los románticos, además de poner palos en las ruedas de las máquinas de vapor y denunciar los abusos sobre el medio ambiente, no eran más que despreciables paisajistas que adoraban las ruinas dominadas por la vegetación.
Y ahora, en los tiempos que corren tan postfascistas ellos, reviviendo las tradiciones del autoritarismo, la desinformación y el escaso respeto por los derechos humanos (¿cómo vamos a pedir que se respeten los de la fauna salvaje, los de los árboles o los de las plantas?) parece cada vez más difícil reclamar tan deseado reencuentro. Ni siquiera tratando de revivir el Neoromanticismo.
Tal vez por esto, a quienes nos importa todo, en especial la vida que nos rodea, se nos suele tachar de fundamentalistas sin conexión con la realidad, y con bastante razón: porque tratamos de fundamentar los argumentos en lo fundamental, en el origen fundador de la existencia y en su sentido más profundo; todo lo cual no es realista desde un punto de vista práctico, teniendo en cuenta que las leyes de lo que puede ser práctico o no las ponen las empresas que cotizan en bolsa y las élites con mucha práctica en acumular riqueza por todo el mundo.
En este contexto, no me parece extraño que, dentro de un plan humanizador que se extiende por doquier, se pretenda acabar con una higuera en una muralla para dejar el monumento más bonito y exponer así el pasado con mayor brillo, para supuesto goce de los turistas. Lo que no entiendo, y desde luego no comparto, es que no se vea que la insistencia en humanizarlo todo solo conduce a desconectarnos más y más de lo que en realidad somos: una especie animal inteligente, ni más ni menos.
Por otra parte, y de cara a nuestro propio bien, también la higuera es importante, como es importante la vegetación urbana, y en especial los árboles. Y esto es un dato, no una opinión. ¿O vamos a dudar ahora de los científicos cuando avisan de la posibilidad de que con la crisis climática las ciudades se conviertan en inhabitables?
Pero además, la higuera es un magnífico icono de resistencia frente a la voracidad humana. La higuera (u otra higuera) ya estaba ahí cuando nuestros antepasados colocaron esas piedras. Ella también es parte de la historia, y es de necios no reconocerlo. Sus raíces se extienden en una zona húmeda que encuentra salida a través de la muralla por lo que es bastante probable que la existencia de la muralla esté ligada a la de la higuera, viéndose, la muralla, en la obligación de convivir con la higuera toda su vida, desde hace siglos.
En estos momentos de continua paraplejia informativa en la que nos pretenden vender como fuente alimenticia la sopa de números del hidrógeno, el biogás, los eólicos, las solares y la biomasa, todo aderezado con el optimismo del fondos buitre, la higuera de Zamora constituye un símbolo de integridad que no podemos hacer desaparecer.
Porque de hacerlo desaparecer estaremos dando la razón a quienes quieren seguir viviendo en el pasado de un mundo desconectado de lo natural, un mundo en el que no es posible el acercamiento con la vida, un mundo en el que reina la falta de empatía hacia otras personas (y hacia los pájaros que habitan en las higueras).
Habrá, no cabe duda, quienes prefieran el silencio de la arenisca. El tiempo no les dará la razón, me temo.