De Vadillo a las Américas con escala en Las Ventas: la historia de Eduardo Román Lucero, «El Niño de la Guareña»

El torero zamorano, ya retirado en su pueblo, recuerda una carrera "dura" donde la suerte no acompañó: "Creo que el mundo del toro no se portó bien conmigo"

por Diego G. Tabaco

Quería ser torero desde que le parió su madre. No es ninguna licencia narrativa, lo dice él mismo. Nacido en Vadillo de la Guareña en 1956, Eduardo Román Lucero ha vivido pensando en los toros desde que tiene uso de razón. En los juegos, en el pueblo, con los amigos, jugaba al toro. «Con un palo, un trapo» y un chaval que hiciera de toro y tuviera ganas de correr. A los Reyes Magos, con cuatro años, les pidió una muleta. La Guareña es zona taurinísima, así que no faltaron espectáculos de calle a los que acudir en la adolescencia. «Yo creo que era el que mejor recortaba los toros de la comarca». 

La de Román Lucero, como aparecía en los carteles (aunque debutó como «El Niño de la Guareña), es la historia de un torero de lucha, de los que se hacen a sí mismos. Es la historia de un trabajador del toreo. Conocedor de los toros como pocos, con oficio, con ganas, con fundamentos y, él mismo lo dice, con mucho valor. Y con esa pizca, en ocasiones más, de locura que se necesita para dedicarse a este oficio. Se formó, se aplicó, debutó y toreó menos tardes de las que le hubiera gustado. Nunca se despegó del oficio, se dedicó a ir por los pueblos para acabar de torear a los toros de los espectáculos populares y trajinó mucho en las ganaderías. La cuenta dice que ha matado 2.500 toros a lo largo de su vida. Y, para terminar, fue ganadero. «He hecho lo que he querido en el mundo en el que he querido estar. ¿Se puede pedir más?». 

Como no quiso estudiar, su padre le puso pronto a trabajar en La Guareña. En el campo, claro, «a sacar alfalfa, o con las vacas». Cuando sacó el carné de conducir a los 18 años le faltó tiempo para irse con Antonio Pérez Tabernero a Salamanca. Después, la mili. Y después de la mili, Madrid, porque hay cosas que no cambian y Madrid llama a los toreros como las sirenas llamaban a Ulises. Fue, es y será así. En la Escuela Nacional de Tauromaquia formó parte de las primeras promociones, con figuras como Víctor Mendes, Espartaco o Mario Triana. Por las mañanas iba a Legazpi a descargar camiones de fruta, «o lo que tocara». Y por las tardes, a aprender a torear. «Yo me apuntaba a todo, lo que fuera trabajo lo cogía. Si había que descargar fruta descargaba fruta y si era carbón, pues carbón. Luego me salió oficio recaudando las máquinas tragaperras por la ciudad, y arreglándolas, y en ello estuve unos años. Empezaba a las ocho y acababa a las dos. Por la tarde ya me iba a la Escuela», recuerda. Así estuvo seis años. 

Eduardo Román Lucero. Foto Emilio Fraile

Y tras muchos años, tiempo de ponerse de luces. Primero con Manuel Acevedo y luego apoderado por Mateo Campos, toreó en Sevilla, en Barcelona o en Madrid, catorce novilladas en total antes de tomar la alternativa en Bolaños de Calatrava (Ciudad Real) y cortar tres orejas y un rabo. Confirmó en Madrid en agosto de 1992, con España de resaca olímpica. Dios dos vueltas al ruedo y volvió semanas después para volver a dejar buen sabor de boca es siempre duras, durísimas, corridas de toros del agosto de Las Ventas. Donde los triunfos, a la vista está, a veces ni suenan. Era un torero clásico, castellano. «Nada tremendista, eso nunca me gustó».

La dureza del mundo del toro

La vida no fue justa con Eduardo. Las buenas actuaciones del verano no le abrieron la puerta de la Feria de San Isidro del año siguiente, pero sí de una corrida de toros para el mes de abril, cuando en Madrid ya pasan cosas y la gente empieza a fijarse. Unos días antes toreaba en Miraflores de la Sierra y un toro, el primero de su lote, le destrozó el muslo derecho y le arrancó parte del cartílago de la rodilla. Esto fue el 7 de abril y la cita de Madrid era el 18. «No tuve que haberlo hecho, pero me había costado tantísimo llegar hasta ahí que lo hice. Fue muy torpe ir, no estaba en facultades. Joder, si después de eso tardé dos años en recuperarme, tuve que hacer más de sesenta sesiones con los médicos». En los primeros pases de capote vio que no tenía fuerza en la pierna. «Maté la corrida, con más pena que gloria. Por ejemplo yo veía que al segundo toro había que darle espacio, pero no podía irme de la cara. Fue un fracaso». Volvió años después a Madrid, donde toreó su última corrida en 1996. Tampoco llegó a anunciarse como matador en Zamora, ni en Salamanca. Sí en Toro.

Román, sentado a la mesa. Foto Emilio Fraile

Las crónicas de la época hablan de un torero de los que se ganaban el sueldo. Corridas duras. Mucha brega. «Yo el toro de los artistas ni lo he visto», dice ahora, de conversación en el porche de un merendero de la familia en Vadillo. Sí se hartó de animales de Julio de la Puerta, Albaserrada, José Escolar… Toros que no permiten ni medio pase mal dado. 

– No llegaste a meter la cabeza en el circuito, ¿no?
– Me costó mucho. Me faltó un triunfó rotundo, alguna vez lo tuve y fallé con la espada en Madrid. Otra cosa hubiera sido. Y un apoderado de peso, que hubiera hecho fuerza por meterme en las ferias o meterme en ciertos carteles con más garantías. En América fue diferente. 

Carrera al otro lado del Atlántico

Y es que en América, de la mano de Víctor Orozco, sí se anunció Román Lucero en buen número de carteles. En México toreaba cada año seis o siete corridas de toros, también en Perú. En total, unas «doce o quince» anuales. Muchas yendo y viniendo, porque la segunda pasión de nuestro protagonista era, y es, la caza y hubo más de un viaje para no dejar pasar la temporada de galgos en España. «Mi exmujer era azafata de Iberia y me salía barato», recuerda. 

Eduardo Román dejó de torear en América casi cuando se cortó la coleta, ya pasado el año 2010. Pero hasta entonces, sin torear casi en España, había que llenar el verano con algo, y se hizo ganadero en Huerta de Valdecarábanos (Toledo), donde además podía seguir cultivando su afición a los galgos. Y, mientras, por los pueblos, toreando y matando a los toros de las capeas que antes habían pasado por 50.000 chaquetazos de los mozos. «Llevabas a la plaza, o a lo que fuera, y estaban los toros que cogían moscas». Hizo empresa con algunos amigos, uno toreaba y otro ponía banderillas y el que veía mejor al toro, lo mataba. «Y así nos llevábamos un dinero, ¿entiendes?. Salían los toros a la plaza, salían los mozos a pegarles cortes y mantazos, y luego ya salíamos nosotros. Era lo que había y oye, de algún sitio había que sacar, ¿no?».

– ¿Fue duro contigo el mundo del toro?
– Yo creo que sí. Yo creo que me gané que me pusieran en alguna corrida de toros con más garantías, aunque fuera en alguna. Y nunca llegué a torear una corrida de esas. Lo que conseguí me costó mucho trabajo. También le pasó a Andrés Vázquez. Recuerdo un comentario que hicieron los Lozano cuando toreé en Madrid, cuando les dijeron que había estado bien y que me tenían que poner en la Feria de Otoño. Dijeron sí, sí, ha estado bien, pero es de Zamora.
– ¿Y qué quiere decir eso?
– Pues en plan despectivo, como que Zamora es el último sitio del mundo del toro y nadie nos hace ni caso.

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