
El amor, si es verdadero, no aprieta ni asfixia. El amor es generoso y una bombona de oxígeno para el que la necesita. Rehabilita y reconforta mediante el cuidado. El amor es algo vivo.
El amor que aprieta y asfixia no es amor ni es nada. Es violencia disfrazada de un envoltorio de falso cariño y admiración que se convierte rápidamente en posesión y celos.
Este amor puede ser por alguien o algo, y en este caso es «a algo». El apego que se siente por las tradiciones puede llevar aparejada una ceguera que no deja ver sus defectos y un peligroso sentimiento de exclusividad que lo inmoviliza.
Cuando nos acercamos a los usos tradicionales (regionales, folclóricos, populares y un largo etcétera, y cuyo debate es solo un ejemplo de lo que intento explicar) nos encontramos ante, lo que bajo mi parecer, es un ejemplo más de la sociedad en la que vivimos y cuyas características se van exacerbando.
Por un lado, somos testigos del hooliganismo identitario en el que la línea entre el sentimiento de pertenencia y los nacionalismos recalcitrantes (y racistas) es muy delgada. Es necesario recordar que los movimientos nacionalistas que tuvieron su gran impulso durante el siglo XIX, y de los cuales bebemos todavía hoy en día, vinieron a reafirmar las identidades de los pueblos en una doble vía: por un lado, como ratificación de una propia identidad, diferente y distintiva de las demás, y, por otro, una identidad superior con respecto a esas otras.
El auge actual por todo lo que tiene que ver con el folklore de la España periférica a veces puede tener cierto tufillo a ello y, en ocasiones, puede suponer un blanqueamiento de actitudes (que deberían ser) del pasado: machismo, homofobia y racismo en la tradición. Es por ello que pongo en valor y celebro la música de personas como Rodrigo Cuevas o las historias de Guti, y celebro, aún más, cómo lo están haciendo porque creen en ello y van a la base de sus historias para luchar contra sus propias contradicciones, poniéndolo a disposición de la sociedad como elemento de libertad y empoderamiento.
Esta falta de libertad es el otro de los males que denuncio. Es algo común en el patrimonio (y muy común dependiendo de la naturaleza del mismo, donde legado y patrimonio se entremezclan) que se produzcan actitudes que, bajo mi punto de vista, tienen una especie de correlación con los celos (y, por qué no, con el machismo). Se piensa en las cosas como propias, nos enorgullecemos de ellas, las veneramos y queremos que los demás las veneren, pero desde la distancia: solamente yo puedo hablar con ella, solamente yo puedo decir lo guapa que es, yo decido cómo se viste y yo la vi primero, por lo cual es mía. Y si no es mía, no es de nadie. La maté porque era mía.
Patrimonios que durante años hemos mantenido en los márgenes y que, a ojos de sus portadores, parecen no haber cambiado, comienzan a vivirse y revivirse desde otras perspectivas. Es tan erróneo pensar que en tal población las mujeres siempre han vestido sus galas de una manera concreta, como altivo y paternalista asociar a las costumbres tradicionales unos valores prístinos sobre “lo auténtico” (y segregacionista rozando el mito del buen salvaje).
Sin embargo, el patrimonio, como el amor, es algo vivo y, si lo encerramos, lo encorsetamos, terminaremos por asfixiarlo y matarlo. Las tradiciones y las sociedades evolucionan y no son una foto fija. Conservar los valores patrimoniales (e identitarios, por qué no) no está reñido con su evolución y su puesta a disposición de la sociedad más allá de la mera exhibición.
Amar las tradiciones es abrazar las paradojas de estas y crecer juntos en su evolución, dejando que los saberes sean realmente del pueblo y permitiendo que el pueblo se enamore, sin asfixia y sin ceguera, de lo que es de todos sin dejar de ser suyo.