Sucede alguna vez que, con la mejor de las intenciones, cuando un amigo o amiga me presenta en un grupo durante bodas, bautizos, comuniones o eventos no puede evitar hacer referencia a mi profesión como médico forense. Lo que pasa a continuación es casi invariable. Se abre un carrusel de preguntas relacionado con la muerte, los muertos, sus circunstancias y los casos más escabrosos, incurriendo en algunos tópicos, inexactitudes y algo de morbo.
Al principio era reacio a hablar y aprendí a derivar la conversación por dos vías. La primera era describir el trabajo real que los médicos forenses desempeñamos en los Institutos de Medicina Legal y Ciencias Forenses (IMLCF) en España, consistente en su mayor parte en realizar periciales sobre víctimas de agresiones, accidentes, violencia de género, agresiones sexuales, detenidos, valoraciones de personas con discapacidad, detenidos, periciales psiquiátricas, estudios toxicológicos, estudios de filiación, determinación de la edad… La segunda, algo más abrupta, era contrapreguntar al interlocutor sobre su trabajo. Ambas vías pintaban una cara de decepción en alguna gente, muy dispuesta a cubrirse los ojos con las manos ante la realidad de la muerte pero dejando entreabiertos los dedos para otear lo anecdótico.
Sin embargo, con el paso del tiempo me di cuenta de que era yo quien estaba equivocado y que debía esforzarme algo más porque hasta la duda más tópica nace de una inquietud sincera: la ubicación de la muerte en nuestra sociedad. La muerte como realidad ineludible a la que, tras años de feroz neoliberalismo y secularización, hemos decidido apartar de la mirada ya que no ha sido posible (por el momento) hacerla desaparecer.
Así que decidí que las conversaciones sobre mi trabajo podían convertirse en una oportunidad. Aclaro que sin estar dispuesto a entrar en festivales, sino queriendo aprovechar la posibilidad de desmontar leyendas urbanas, mitos engordados por cine y literatura, y creando un encuadre de divulgación sobre una profesión un tanto desconocida y que aporta un valor añadido a la sociedad.
La salud ha sido convertida en un bien de consumo, en un derecho casi constitucional. El hedonismo y el carpe diem son interpretados en un sentido de inmediatez y no como parte de un todo más amplio. La fe, por su parte, se está tomando unas vacaciones largas. Los tanatorios se han alejado del casco urbano, los ritos milenarios se acortan al mínimo imprescindible, se diluyen, se patologiza la tristeza que provoca el duelo y a todos nos resulta incómodo afrontar y tratar ciertas conversaciones.
No creo que ninguno de los profesionales que trabajamos en contacto con la muerte (profesiones sanitarias de toda índole, trabajadores de funerarias, tanatopractores y un sinfín de gente) tengamos ninguna valía particular que nos etiquete o nos diferencie. Lo que sí que considero es que existe una decisión activa de trabajo y respeto por la vida. Porque se nos ha olvidado en el paradigma actual que la muerte es una parte constituyente de la vida, incluso si la consideramos solo como su última parte.
Quizás esa sea la auténtica batalla que libran nuestras profesiones en este momento: otorgarle dignidad a la vida a través del respeto en la muerte. Desde nuestras convicciones personales, desde nuestra ética y deontología profesional. Con los avances legislativos y reglamentarios. Con el reconocimiento a los profesionales que cuidan y acompañan hasta la muerte, que no son ángeles sino trabajadores de un sistema muy tensionado que deciden hacerse presentes donde una parte de la sociedad prefiere ausentarse.
Como si de eslabones de la misma cadena se tratase, el refuerzo de los servicios de cuidados paliativos domiciliarios y hospitalarios y el constante desarrollo de la prestación de ayuda para morir regulada por la Ley Orgánica 3/2021 pueden influir de una manera directa en la reducción de tasas de suicidio en grupos poblacionales mayores de 65 años, que representan hasta el 31% de los suicidios en España. Del mismo modo, para los familiares repercuten muy positivamente los servicios de apoyo al duelo, ya sean sanitarios, vinculados al asociacionismo, o por parte de instituciones religiosas.
De lo que se trata, en todo caso, es de dignificar la muerte y su entorno. No pretende esta columna convertirse en un memento mori; para eso ya está el excelente Tenorio de la Tijera en el Principal, o Halloween por las mismas fechas en sus redes sociales favoritas. Se trata de arrancar una conversación para celebrar la vida y conseguir palabras para hablar de aquello que nos cuesta tanto a todos. No va de preguntarnos cómo se ha podido deshumanizar un hecho intrínsecamente humano, sino de que acompañemos con profesionalidad, respeto y dignidad a quienes mueren y a sus familiares. Que somos nosotros mismos, en definitiva.
Bienvenidas sean esas preguntas.