Pasados unos minutos de las once de la mañana, el zangarrón de Montamarta alcanza la calle Rinconada del Reblo y hace sonar los cencerros para advertir de su presencia. Nada. El personaje sigue adelante, pero una voz le da el alto cuando apenas ha dado unos pasos entre la nube de fotógrafos que le rodea y le retrasa. Las vecinas del número siete se asoman a la puerta y le hacen recular para darle el aguinaldo correspondiente. Allí, Saúl, el quinto que aparece cuando se levanta la careta roja, admite que las horas le van pesando:
– ¿Estás cansado?
– Un poquito.
Poco más que añadir. A pesar de la fatiga, el viaje del zangarrón por las calles de Montamarta en la mañana de Reyes no se detiene. En otra vivienda, ya a las afueras del pueblo, otra vecina pide que nadie la retrate: «Me acabo de levantar», alega la mujer, para envidia del zangarrón, que recoge el botín, baja la careta y continúa al ritmo del cencerro que él mismo hace sonar con su movimiento. En las casas más apartadas, por los caminos, el personaje sortea el barro y avanza. Al menos, no le ha tocado la lluvia del día anterior.
Para Saúl, de apellido Turiño, el zangarrón es un día, pero no uno cualquiera, claro. Para empezar, porque el muchacho recordará estas horas de correteo por su pueblo durante el resto de su vida; y para seguir, porque el trabajo para llegar hasta aquí no se inició en la madrugada con el ritual de la vestimenta. Sus propias vecinas revelan cómo han visto entrenar al muchacho durante las últimas semanas para llegar en forma al momento de transformarse en el ser ancestral que mejor representa a Montamarta. El quinto se lo ha tomado en serio.
Esa fuerza extra de la preparación empuja al zangarrón por el camino encharcado rumbo a la ermita de Nuestra Señora del Castillo. Ese viaje tiene lugar ya pasadas las doce y cuarto, con el sol como alivio para el frío y el viento como castigo para el equilibrio y las piernas. Arriba, lejos de hallar la paz, Saúl se topa con los mozos, que le citan y le retan para las carreras. El muchacho responde, les persigue y va una vez tras otra. Luego, recupera el resuello. A la puerta del templo, los cuatro quintos que comparten con él la experiencia le esperan con el traje de gala.
Sobre la una, las autoridades y el cura asoman en el horizonte, y el zangarrón empieza con los rituales: lo primero, el círculo para dejar el espacio. Después, cuando los políticos, los militares y los religiosos han cruzado el umbral de la ermita, los saltos con el tridente apuntando al cielo. Y más carreras. Solo cuando los oficios comienzan, la rueda se detiene por un rato. Ahí, el personaje vuelve a ser Saúl, sin la máscara. Y llega el bajón. Incluso, alguna cabezada mientras los suyos le alientan y los demás le retratan.
El impás dura poco, lo justo para tener la falsa sensación de que lo peor ha terminado. Al rato, le toca el ceremonial de los panes dentro de la ermita. Solo son unos segundos. Al momento, el zangarrón ya está de vuelta con las hogazas trinchadas y con el espíritu del guerrero dentro de sí. Toca bajar al pueblo, ya muy arropado por Montamarta y por la gente de la contorna que ha acudido a compartir la tradición con las personas de la localidad. Esta vez, la afluencia es masiva.
En la plaza, otro círculo. Esta vez, muy amplio. El zangarrón arrastra el tridente para marcar la línea imaginaria que no se puede superar. Luego, espera al paso de las autoridades y, cuando todo está dispuesto, brinca de nuevo, agita el tridente y sale despedido para romper su propio perímetro en persecución de los mozos. Poco después, tras algún aguinaldo, varios trozos de longaniza y unos cuantos golpes con su arma en la espalda de los muchachos, todo habrá terminado. El personaje volverá a ser Saúl Turiño, pero ya nunca dejará de ser el zangarrón de Montamarta.