En el que quizá sea uno de los libros más extraordinarios publicados en los últimos años, Maggie O’Farrell reivindica la ternura y la cotidianidad doméstica para reinterpretar, desde una perspectiva nueva y enormemente bella, una historia investigada durante siglos: la del padre que transformó el inmenso dolor por la muerte de su hijo en una de las mayores obras de la literatura universal. Hamnet (Libros del Asteroide, 2021) no solo cuenta la vida familiar de William Shakespeare, sino que hace un precioso ejercicio para tejer con ficción la biografía del escritor a través del dolor, el amor y la pérdida. Ante su pequeño cuerpo sin vida, sola, preparando con mimo su mortaja, Agnes (alter ego de Anne Hathaway) siente el destino marcado que tantas veces pondría su esposo en boca de sus personajes. «No se puede cambiar lo que te dan, no se puede alterar ni domeñar lo que estaba dispuesto para cada uno», dice ella. «Hay una divinidad que labra nuestros designios / por muy toscamente que los desbastemos», dice Hamlet.
Es extremadamente difícil hacer algo nuevo y original que tenga como referencia a Hamlet, una de las obras teatrales más estudiadas, programadas y reinterpretadas. Por eso es única la novela de O’Farrell y por eso es tan extraordinario lo que ha conseguido Chela de Ferrari en la obra que hace unos días acogió el Teatro Principal de Zamora.
En lo que la compañía misma define como una versión recontralibre de la pieza de William Shakespeare, un grupo de personas con síndrome de Down ocupa el escenario para convertir el mito en algo cotidiano, tierno y brutal. Son actores y actrices de Teatro La Plaza (Lima, Perú), que desde 2003 crea nuevas obras o reinterpreta las de los clásicos para mover a la crítica y la reflexión. Una de ellas: «sabemos lo que somos, pero no lo que podemos llegar a ser».
Se estima que en España viven alrededor de 34.000 personas con Síndrome de Down. Se trata de un colectivo que ha sido históricamente discriminado e infantilizado: tratados como niños eternos, víctimas de discriminación y violencia –son uno de los colectivos más vulnerables, por ejemplo, a sufrir abusos sexuales– y permanentemente supeditados a las decisiones que sus tutores tomaban por ellos.
Se les definía con el adjetivo de especiales y, a efectos legales, no cabe duda de que lo han sido, ya que no pudieron ejercer su derecho a voto hasta 2019, y no fue hasta 2021 cuando se eliminó la incapacitación legal de las personas con discapacidad.
El Hamlet de La Plaza sí es especial porque consigue tocar el alma en un momento en el que pocas cosas lo logran. Como explicaron la dramaturga y su equipo en el coloquio, es el fruto de año y medio de investigación, ejercicios y ensayos en los que se ha mezclado el texto clásico con la experiencia vital de los actores y actrices. El resultado es un montaje donde la discapacidad no se muestra ni se cuenta desde la compasión y la lástima, esa pesada losa que siempre ha arrastrado y en la que todos alguna vez hemos caído –aunque nos incomode admitirlo y la obra nos coloque frente al espejo–, sino que se convierte en una herramienta poderosa para reivindicar la normalización, la autonomía, la sexualidad, la risa, la muerte, el rap, el amor, los sueños, el deseo, la bachata, la felicidad. La misma vida.
«¡Morir… dormir! ¡Tal vez soñar! ¡Sí, ahí está el obstáculo!», escribió Shakespeare. A pesar de todos los que se le han presentado en el camino, las personas con discapacidad tienen cada vez más un espacio propio en el gran teatro del mundo, y la Compañía La Plaza también ocupa el suyo en los escenarios de todo el globo. Tenemos mucha suerte de que uno de esos lugares donde han recalado sea en el Principal.