Juan Navarro (Valladolid, 1993) contó para El País los hechos y las repercusiones de los incendios que golpearon a la provincia en el verano del 22. Sus crónicas sobre el terreno permitieron que lo vivido en aquellos dos fuegos casi consecutivos llegara a gente ajena a las circunstancias de Zamora, y ejercieron como altavoz de los testimonios, las quejas y las responsabilidades en torno a lo que ocurrió en aquellas semanas inolvidables. Ahora, en Los rescoldos de La Culebra (Libros del K.O.), el periodista profundiza en aquellas historias. La obra estará a la venta a partir de este lunes 4 de noviembre en las librerías, y será presentado el sábado 9 en la biblioteca de la ciudad (12.00 horas), a la espera de que se concrete otro acto en Tábara en el puente de diciembre.
– ¿Cómo recuerda el momento en el que toma conciencia de lo que está ocurriendo en la Sierra de la Culebra?
– El primer incendio me pilló con un dedo roto y no podía conducir. No pude ir para allá y me dio bastante rabia porque lo conté, pero muy descafeinado. Lo más intenso del fuego duró como cuatro o cinco días, hasta que hubo un domingo en el que llovió. Yo fui al lunes siguiente con los compañeros de Antena 3, ya con eso medio apagado. Creo que fue el primer incendio que cubrí como tal, que siempre es uno de los grandes hitos del periodismo. Y fue un aprendizaje porque la verdad es que no tenía ni papa de lo que era aquello. Me sorprendió que desde lejos, desde mucha distancia, había negro, negro, negro, negro. Y me llamó la atención la zona humeando, la gente que contaba lo que le había pasado. Me acuerdo de una señora en Ferreras de Arriba que comentaba que esos castaños los habían plantado ellos de jóvenes. Y allí ya ni había ni castaños ni castañas, estaba todo absolutamente arrasado. En aquel primer incendio solo fui una vez, pero bueno, me quedé ya con la copla de lo que era. También hablé con los bomberos e hice algún contacto que me fue bastante útil para después, pero aquella cobertura como tal no fue buena. Normalucha, francamente.
– Con el segundo, ¿ya le sonó enseguida la alerta para ir?
– Tal cual. Esto fue el día 17 de julio y yo el día 15 o el anterior había tenido una boda, así que imagínate los efectos catastróficos que había tenido sobre mí. Ese domingo estaba resucitando y el plan del periódico era que fuese a Cáceres, a Extremadura, que se inauguraba el AVE. Ya ves tú, desde Valladolid, que está bastante lejos, pero a veces tocan estas cosas. Y de repente empiezan a correr noticias de que está ardiendo otra vez la Sierra de la Culebra. La misma zona, un palmo de kilómetros más para allá, y que ya hay un bombero muerto. Ahí llegó un momento en el que dije: mira, es que no voy a ir a Cáceres. Lo dudé mucho, pero al final sobre las doce de la noche salí de casa, de Valladolid, y fui al incendio. A la una de la mañana estaba entrando en Tábara, y me acuerdo de ir por la autovía hacia Benavente y, ya en el desvío hacia la Nacional 631, que te elevas un poco, ver al fondo como una muralla china roja o naranja, pero larguísima. Y dices: ¡madre mía! Porque tú piensa que en el primer incendio yo no había visto fuego, había visto humo o ceniza, pero nada más. Ahí iba pidiendo vídeos a la gente y moviéndolo mucho, porque dije: es que no puede ser que en un mes escaso te ocurra esto de nuevo, esta barbarie, ya con muertes, que es tristemente lo que te marca la pauta en esto del periodismo. Cuando ya hay fallecidos es otro cantar. Y encima un bombero.
– Es que va más o menos cuando se anuncia la muerte de Daniel Gullón.
– Sí, eso es. Eso se anunció como a las nueve o diez de la noche, y dije yo: hombre, pues hay que ir para allá. Y ahora mismo, por el libro, por el curro y tal, ya te ubico cada pueblo, pero en aquella época yo sabía que Tábara era cabeza de comarca, que esto había sido en Losacio, que para otro lado estaba Villardeciervos y para arriba Sanabria, pero tampoco te creas que iba con un mapa en la cabeza, sino a verlas venir. Así me planté en Tábara y recuerdo que la Guardia Civil se portó para decirme: vete por este sendero; por aquí sí, por aquí no, y me metí un poco por allí, un poco por allá, y eso, pues veías a lo lejos las llamas y era impresionante. Lo que recuerdo sobre todo era el viento (ra, ra, ra ra…) y que, en un momento, cayó un árbol que sonó como unos palitos sobre una barbacoa. Y era un árbol curiosón, de un par de metros de altura o tres, pero voló como un plumero. También tengo en la cabeza el silencio, un silencio denso, era como hasta angosto, como una especie de claustrofobia en pleno campo, de pesadumbre. Como que se te hacía muy pesado. Oías el silencio y el crepitar ahí de fondo del viento. Era muy impresionante.
– Todo esto ocurre con los pueblos desalojados. Es decir, usted iba pasando por lugares fantasma.
– Sí, sí, eran pueblos prácticamente fantasma. En Tábara vi el autobús que habilitaron, pero tampoco pude salir mucho más de ese entorno, porque no conocía la zona. Ese fue mi epicentro. Luego me enganché a unos ganaderos híper amables y me fui con ellos. Me dieron de cenar ese día, de hecho. Estaban arando la tierra alrededor de sus naves, regándola un poco por si acaso. Luego, a las cinco de la mañana, yo estaba en mi coche haciendo la crónica para El País, y el fuego venía, venía, venía. Así pasó en Tábara lo que pasó.
– Precisamente, una de las personas que protegía el pueblo de Tábara falleció. También otra muy cerca, en Escober. ¿Cómo recuerda a la gente en esos instantes, las emociones que le transmitieron?
– Creo que el sentimiento unánime era impotencia, porque era tal barbarie que dices: ¿qué hago yo? Pero es que hasta los bomberos decían: ¿qué hago yo? Es verdad que ya había más efectivos que en el primero, pero se ha ido conociendo después que no era precisamente el contingente mejor preparado, mejor capacitado, mejor formado. No por ellos, sino por los recursos a su disposición. Es verdad que era muy difícil de acometer, no hay que engañar a nadie, todo el mundo estaba desbordado. Era una sensación de que el siguiente soy yo y que voy a ver si los mayores se pueden ir en coche para Zamora. Y mientras, los jóvenes, o sea los menores de 60 o de 70, a apechugar como sea, con la maquinaria del campo, que es así como falleció Ángel Martín, el hombre de Tábara. Era como subir el Everest en chanclas para mucha gente. Era hasta tragicómico conocer que habían ardido 10.000 hectáreas en una hora, saber que había fallecidos y ver a la pobre gente con una manguera.
– ¿Cómo se le puede transmitir la magnitud de lo ocurrido a unos lectores que, en la amplia mayoría de los casos, son ajenos a la provincia?
– Yo siempre pienso que escribo para el de Jaén, el de Bolivia o un señor de Barcelona que está viviendo en Nepal. Lo que intento es no primar tanto lo geográfico. Confieso que hasta esa noche no sabía dónde estaba Losacio, no te lo ubicaba y no voy a engañar a nadie. Así que lo conté a través del color, sin pasarme de purpurina, porque un incendio o lo que estamos viviendo ahora en Valencia se cuenta solo. Tienes que poner un cierto garbo y tal, pero se cuenta solo. A lo mejor, en el libro sí que tengo un poquito más de margen para explicar otras sensaciones, pero en la crónica intenté poner el humo, las toses, los ojos que se te empañan… El caso es intentar contarle a la gente: mire, no sé si esto es en Galicia, en Zamora o en Aragón, pero es lo que implica un incendio: la angustia de la gente que cree que se le queman los aperos que valen una pasta, el ganadero desolado porque se pregunta de dónde saca a sus ovejas y a sus vacas o dónde va a crecer su hijo, qué paisaje va a ver. ¿Dónde está Losacio? ¿Dónde está Villardeciervos? A lo mejor no puedo ser tan preciso, pero sí exponer esa sensación de impotencia y de absoluta destrucción.
– En los días siguientes, sigue sobre el terreno explicando lo que pasa. Incluso recuerdo verle en algún medio argentino contando la historia. ¿Cómo se interpreta todo esto ya no sólo desde la tragedia personal de la gente, sino también desde las repercusiones políticas?
– Con el tiempo sí que hubo una buena repercusión, una repercusión importante. Y yo tengo la suerte de trabajar en El País, que sé que tengo un altavoz más grande. No porque sea más listo y más guapo, sino porque simplemente tengo una cabecera con un mayor alcance. Las redes sociales también hicieron su trabajo y esos días me contactó La Nación de Argentina, entré en la BBC destrozado y tuvo cierto recorrido. Hablé de los bomberos, con los que pude contactar allí subiendo por una pista apañada con mi coche japonés pequeñito, y que me contaron lo que había: ha pasado esto, nos avisaron tarde, somos pocos… Yo abro el libro con lo que ocurre al día siguiente de la muerte de Daniel Gullón, porque el puesto de mando les preguntó: ¿Por qué no se incorpora el manguerista de la C6.9? Porque está muerto. No eran conscientes doce horas después de que se había muerto un señor, de que faltaba un tío en el contingente. Ahí ya se empezó a vislumbrar que había muchas grietas. Es verdad que es una catástrofe y que no es culpa de Mañueco ni de nadie que caiga un rayo. La despoblación también es un problema grave de años, no es culpa de un señor que está ahora mismo administrando, sino que viene de décadas, incluso de un modelo nacional o europeo, pero ahí se empezaron a ver ciertas costuras.
– ¿Cree que alguien tuvo que asumir una responsabilidad mayor y dimitir durante aquellos días?
– Yo, a título particular, soy un poco descreído con las dimisiones. De poco me sirve que un señor se marche si entras tú y la política va a ser idéntica. Prefiero que siga el malo de la película y doble el presupuesto, por ejemplo. Es mi opinión. Ahora bien, lo que me frustra mucho es que esto haya pasado aquí, incendios de 60.000 hectáreas en una zona despoblada, fastidiada económicamente, en declive, con cuatro fallecidos, y que no haya pasado nada. Insisto, no hablo de dimisiones, pero es que se nos ha olvidado. Incluso, cuando voy por allí o hablo con la gente, veo esa resignación tan castellana y leonesa. La gente dice: pues podría ser peor, es una pena… Vale, ¿y el colmillo? ¿Y el músculo? Si esto pasa en los astilleros de Cádiz ya han tomado Bruselas, pero aquí, como somos una comunidad cosida de aquella manera y con provincias tan lejanas, no existe esa cohesión como para decir: es que esto me podría haber pasado a mí. Este incendio ha ocurrido en Zamora por partida doble en un mes, pero es que puede pasar mañana mismo en el sur de Burgos, en Palencia, en Valladolid o donde sea. Y no estamos unidos en esto. Es algo que experimentamos en materia política en general, ya no solo con la Junta. También con situaciones como que se exija al gobierno de España que la N-122 no sea una carnicería. Y eso no es cosa del malvado gobierno del PP. Muchas veces nos metemos con la Junta, porque la gobierna el PP desde el 87, pero también hay cosas del Gobierno central que no se han hecho y que, por H o por B, seguimos siendo una comunidad de segunda o de tercera.
– ¿En qué momento es consciente de que vale la pena contar todo esto en un libro?
– No sé en qué momento exacto es el clic. Yo creo que ya había pasado como año y pico de los incendios, y es verdad que yo hice esas primeras crónicas. Vale, fenomenal. Luego fui contando la historia de los bomberos, que fue la primera aventura que compartí con Emilio Fraile, hice otros temas y vi que tenía un recorrido, que no era solo el fuego y que se apagara, así que me tiré a la piscina tremendamente y dije: bueno, Libros del K.O. es una editorial que hace temas de periodismo. Hablé con Nacho Carretero y le dije que tenía esto en la cabeza. Él me puso en contacto con otro Emilio, el de la editorial, y le planteé una idea muy desestructurada, porque yo soy incapaz de guionizar algo bien. El caso es que le pasé los enlaces de las crónicas, le hablé de la Junta, los bomberos, la despoblación, la economía, el medio ambiente, el cambio climático o los posibles personajes y le di un bloque infame. A lo mejor era de mármol, no te digo que no, pero infame. Y me dijeron: pues nos gusta. No solo como un libro de recopilación de crónicas como estos que hace Leila Guerreiro… Joder, he metido Leila Guerreiro y yo en la misma frase. Pero bueno, el tema era partir del material que ya tenía para intentar hacer una radiografía completa de lo que es un incendio, entre comillas, de dónde parte la despoblación, de la crónica de esos días y de lo posterior. Mandé 25 páginas con una presión del copón.
– ¿Cómo les convenció?
– Lo que hice fue centrarme en la figura de Daniel Gullón. No quiero categorizar a las víctimas, pero él fue el primero, era bombero y tenía la historia en sí misma de un señor de 62 años con un contrato precario, la familia que deja atrás, los compañeros llorando su muerte, contándome su vida o cómo era él. Y me pareció un buen ejemplo. Tenía el gancho político, informativo y contextual que hay detrás. Me dijeron que adelante y ya me puse con ello. Mientras, seguía con El País, porque tampoco estoy yo para retirarme seis meses. Luego, en marzo de este año fui quince días a Sierra de la Culebra, a Codesal, que me trataron de maravilla, por cierto, y desde ahí me fui moviendo. Había días que estaba escribiendo ocho horas, diez horas, mogollón, o había otros que quedaba con no sé quién o me iba con la bici a explorar un poco, a ver qué veía, que a veces me inspiraba. Un día me metí por unos pinares y vi, entre los riscos, como seis u ocho corzos estupendos. Pero eran unos riscos pelados y los animales iban como al mismo paso que yo. Me recordó a una noria. El terreno era lunar, como en una guerra, todo devastado e idéntico. Ahí parecía que no avanzábamos. Ni los corzos ni yo.