Valentín Castillo nació y creció en Madrid, encadenó trabajos, se marchó en busca de un futuro a Venezuela y a Colombia, y retornó a España cuando halló una oportunidad para asentarse en lo suyo más cerca de casa. Y lo suyo es la ganadería: «cerdos, vacas, ovejas…». Con el ovino se quedó en una explotación de Zamora, pero la cosa le salió mal. Y Valentín venía sin red. De repente, se vio en medio de la estación de autobuses de la ciudad preguntando por algún recurso para no quedarse literalmente en la calle.
«Desde allí, un hombre llamó a Luis», recuerda Valentín, en referencia a una de las personas que conforman la familia de Cáritas Diocesana de Zamora. Aquel contacto le abrió las puertas de la Casa Betania, el hogar de acogida que la ONG mantiene abierto en la ciudad. «Para mí, ya es como si fuera mi casa», explica este madrileño de 61 años, que ha tenido otros dos empleos de corta duración desde entonces, pero que de momento no ha conseguido agarrarse a ningún trabajo. No pierde la esperanza, aunque ahora está centrado en un par de operaciones que necesita para completar la puesta a punto.
La de Valentín es una de las historias de personas sin hogar que se han escuchado este jueves en la plaza de la Constitución, en el acto organizado por Cáritas para visibilizar la realidad de un camino que recorren personas de distinta procedencia, edad y formación. La ONG insiste en demandar empatía hacia un grupo de hombres y mujeres que pasa por las dependencias y los servicios del colectivo en busca de una salida para su futuro personal.
En esas está Valentín, un apasionado del trabajo ganadero que ya no puede ejercerlo. No le da el físico: «Ahora voy a hacer un curso de carretillero para prepararme y poder trabajar cuando me opere», indica el protagonista de esta historia personal, que agradece constantemente a Dios y a Cáritas la posibilidad de tener un techo y un plato mientras sus asuntos se arreglan: «Los trabajos están difíciles y ahora voy para una temporadita larga aquí», concede el madrileño, que aún así ve factible la reacción. La Casa Betania no es una cueva de la vergüenza, es un trampolín para buscar oportunidades.
Rachid, ya en la hostelería
Así lo ve también Rachid El Halimi, un marroquí que se marchó de Barcelona tras su divorcio y que se vio con una mano delante y otra detrás. Al final, recaló en Zamora, pidió ayuda y ahora se queda en la Casa Betania mientras acumula recursos para volar solo. Casi desde el principio, trabaja en un céntrico restaurante de la capital como camarero, por lo que sus perspectivas no son malas: «Me tratan bien», resume este hombre afincado en España desde los 20 años. Ahora, con 45 ve abiertas las puertas de un nuevo comienzo.
«Con el tiempo, todo va a ser normal en mi vida. Voy a alquilar un piso», asevera Rachid, que es una de las personas con expectativas ciertas de salir del centro de acogida a corto plazo. No todos están en esa tesitura: «Los perfiles son muy variados», admite el director de la Casa Betania, David Marcos, que destaca que Cáritas siempre busca ofrecer una atención integral hasta donde llegan sus recursos, más allá de que el proceso pueda alargarse «porque no puedan acceder un alquiler o pagar los suministros».
Marcos incide, además, en que el incremento de los costes de la vida ha provocado un incremento «significativo» no solo de personas acogidas, sino de gente que demanda el comedor: «Son hombres y mujeres que necesitan ese apoyo y nosotros les vamos a ofrecer el recurso hasta donde lleguemos. Y muchas veces también más», zanja el director de la Casa Betania, el asidero al que agarrarse cuando la vida te golpea.