Parecía que la noche iba a durar más. Estábamos ahí, juntos otra vez en mitad de agosto, bebiendo rápido para recuperar cuanto antes la confianza de hace un año, sintiendo que nuestro lugar era ese, la plaza de los polis y cacos, de la batuka, del aserejé, de las guerras de agua, de los primeros vodka limón, de las pelis de terror proyectadas en la pared de la iglesia. Todos esos recuerdos revoloteaban por encima de nosotros, pero no había nostalgia, no necesitábamos recordarnos felices, porque la felicidad era algo que estaba sucediendo. Parecía que la verdad de las cosas estaba de ese lado, del lado de la fiesta, y lo único importante era bailar como niños, tirarse al suelo, hacer la croqueta, saltar en círculos, abrazarse todos a la vez. No era necesario seguir jugando a los adultos que saben lo que hacer con su vida.
Los árboles de alrededor estaban llenos de hojas bonitas y los chicos guapos de otros pueblos estaban más guapos que nunca. Las mujeres de los carritos habían dejado a los niños en casa y ahora se daban abrazos cada poco, y se gritaban cosas al oído, se tiraban una copa por encima, y se reían y seguían bailando. Era genial estar ahí. Lo que veíamos y sentíamos nos gustaba, y nadie preguntaba la hora, y María se colocaba en el centro y nos recordaba un paso de baile estúpido que inventamos una vez. Todos la imitábamos, aunque el ritmo de la canción era otro, pero eso daba igual, lo importante era a bailar así, cada uno a su manera, reconociendo el paso de baile estúpido, que fue gracioso un verano entero y ahora recuperaba la gracia durante una canción y se despedía hasta el año siguiente.
Parecía que la noche iba a durar más, pero de repente era de día y ya casi no había nadie en la peña. No nos apetecía volver a casa, queríamos alejar el final un poco. Estábamos cansados, pero no queríamos dormir todavía.
Cuando me he despertado, he intentado encender el móvil, que no tenía batería, y me he quedado mirando los dibujos de mi hermana, colgados en la pared, y he pensado algo sobre el paso del tiempo. He venido a la cocina vieja y me he puesto a escribir en el diario para intentar salir de la nebulosa. Escribo: los niños corren con las bicis por el callejón y se oyen las voces y los derrapes que hacen al girar en la curva. Escribo: me acuerdo de lo insoportable que era cuando acababan las fiestas y todos se iban, y faltaba un año entero para que volvieran a venir. Lo escribo en pasado para intentar tomar distancia, porque así parece que la tristeza queda atrapada en los quince años, pero no lo consigo y me entran ganas de llorar por un dolor que es de ahora. Mi abuela entra y me pregunta si voy a comer aquí, y yo le digo que no, me invento que tengo que hacer algo en Zamora, y ella dice bueno, bueno, haz lo que quieras.
Este año no quiero esperar a que las calles se vacíen y a que de las fiestas solo queden los banderines de los postes moviéndose con el aire, tan llenos de color, como lenguas divertidas que se ríen y hacen burla. No sé qué hacer con esta tristeza, dónde colocarla, así que cierro el ordenador, lo guardo en la mochila, hago la maleta rápido, busco las llaves del coche, el cargador del móvil, una botella de agua, me despido, meto las cosas en el coche, arranco, subo el volumen de la radio, y cuando ya voy por el final de la calle, miro por el retrovisor y veo a mi abuela, que está asomada en la esquina, viéndome marchar con la mano levantada.
Dejo de mirar y sigo conduciendo.