Diego Ardura Martínez, UNED – Universidad Nacional de Educación a Distancia y Arturo Galán, UNED – Universidad Nacional de Educación a Distancia
En pocos momentos de la historia hemos sido tan conscientes de la importancia de las evidencias científicas como durante la reciente pandemia de covid-19. El desarrollo de las vacunas se realizó, lógicamente, con estudios sobre su efectividad, su eficacia y sus posibles efectos secundarios. Las evidencias científicas que se generaron fueron fundamentales para decisiones de políticas públicas trascendentales.
Como se puede imaginar, estos estudios conllevaron la utilización del método científico, con un diseño adecuado de la investigación, la recogida de datos y la utilización de un método estadístico que permitiese emitir conclusiones. Además, todo ello teniendo en cuenta que se realizaron pruebas en seres humanos con los correspondientes condicionamientos éticos que conllevan.
¿Es algo similar posible en la educación, un campo tan relevante a nivel social como la salud? El uso de evidencias científicas para fundamentar la toma de decisiones de impacto es prácticamente inexistente.
La innovación, un valor teórico
Basta con consultar la página web de cualquier centro educativo para darnos cuenta de que la innovación educativa constituye un valor, destacable para su promoción y ligado a su calidad pedagógica. Supuestos nuevos métodos o enfoques didácticos que generan hipotéticos beneficios de aprendizaje son la forma de atraer el interés de las familias y demostrar que se está a la última para educar mejor.
Pero ¿funcionan realmente estas innovaciones? ¿Se fundamentan en evidencias científicas las decisiones de los centros y el profesorado cuando las incorporan a sus currículos?
El éxito del aprendizaje basado en proyectos
Veamos un ejemplo: una metodología que se ha extendido rápidamente en las aulas de todos los niveles educativos en los últimos años es la enseñanza basada en proyectos (ABP). En una publicación reciente, los profesores de educación secundaria Olga García y Enrique Galindo, docentes de filosofía en la escuela pública, plantean una crítica muy interesante a esta metodología.
Una de las cuestiones que plantean en la obra, aunque no la única, ni tal vez la más trascendental, es la falta de una base científica sólida que avale la aplicación de esta metodología, más allá de las tendencias o modas. Además, después de unos años de impulso, incluso desde las propias leyes educativas, los últimos resultados apuntan a su baja efectividad en comparación con los métodos tradicionales de enseñanza.
De hecho, las evidencias de su impacto en las primeras etapas de la escolarización no son concluyentes y algunos estudios demuestran que, para su correcta aplicación, el alumnado debe tener conocimientos sólidos y una serie de habilidades previas que se consideran imprescindibles para el éxito de este modelo, lo que ha suscitado un debate sobre su conveniencia en educación infantil y primaria, donde su uso por parte del profesorado se ha extendido en los últimos años.
El maestro, un médico actualizado
El caso del aprendizaje basado en proyectos es simplemente una muestra de una manera de hacer que se ha generalizado en todas las etapas educativas: huir hacia adelante en busca de soluciones, muchas veces milagrosas, para mejorar el aprendizaje, para facilitarlo o para atraer al alumnado a una determinada escuela.
Pero la introducción de metodologías puede hacerse con bases científicas que las avalen, y asegurándonos que el profesorado esté en la mejor disposición para abordar el cambio.
Nuestro manual para futuros docentes de educación infantil propone justamente eso: que el maestro sea como el médico que se mantiene al día y busca evidencias en la literatura de investigación, acude a congresos, investiga en el aula, recoge datos y los analiza… todo ello con el objetivo de tomar decisiones fundamentadas en conocimientos científicos.
Aunque la investigación social no es como la médica y tiene limitaciones obvias (casi nunca son posibles los experimentos aleatorizados para probar nuevos tratamientos por razones éticas y de viabilidad práctica), hay grandes posibilidades con los metaanálisis (evidencia acumulativa).
A pesar de las dificultades que presenta la investigación en contextos educativos, ya existen evidencias con relativa solidez sobre algunas cuestiones importantes. Por ejemplo, hace años que hay estudios suficientes que avalan que el trabajo explícito con el alumnado para que aprenda a planificar, supervisar y evaluar determinados aspectos de su aprendizaje (estrategias de metacognición y autorregulación) resulta eficaz para su desempeño escolar. Esta, y otras evidencias, se pueden consultar en el portal de evidencias de EduCaixa.
Someter a la escuela al método científico
Es necesario afrontar con urgencia la cuestión de si la escuela, tal y como está planteada hoy, con su rígida estructura y su cuestionado sistema de formación y selección del profesorado, responde a las necesidades de aprendizaje de los estudiantes de hoy.
Debemos valorar si es necesario acometer un cambio real que mueva la escuela desde el énfasis casi exclusivo en el rendimiento académico a un enfoque basado en la educación integral que potencie y valore otros talentos del estudiantado, especialmente en los entornos más desfavorecidos.
Cualquier decisión de este tipo debería estar basada en evidencias, pero conseguir evidencia científica en educación requiere mejor formación en investigación y evaluación, mayor flexibilidad de las políticas que regulan el sistema educativo y mayor espacio para una iniciativa social que esté dispuesta a someter a una evaluación rigurosa la eficacia de sus propuestas.
Diego Ardura Martínez, Profesor Contratado Doctor (Educación), UNED – Universidad Nacional de Educación a Distancia y Arturo Galán, Catedrático de Métodos de Investigación y Diagnóstico en Educación., UNED – Universidad Nacional de Educación a Distancia
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.