En la fotografía de portada del diario El País del 22 de octubre de 1984, tomada por Bernardo Pérez en el aeropuerto de Barajas unas horas antes de la salida de la edición, aparecen tres hombres caminando uno detrás de otro. Todos ellos son marineros, su hogar es Ondárroa (Vizcaya) y acaban de vivir uno de los fines de semana más surrealistas de su vida. Algo distópico, como se dice ahora. En resumen, estos tripulantes de un barco llamado Sonia acababan de regresar de Dublín tras un ametrallamiento, un rescate de urgencia, una declaración ante la policía y una intervención consular para evitar un conflicto diplomático en plenas negociaciones para la entrada de España en la Comunidad Económica Europea.
El que va en el medio de los tres, con la chaqueta remangada y una bolsa en la mano, se llama Celso Alonso Martínez y vive en el País Vasco, pero es de Cional (Zamora). Cuando se toma la fotografía es un tipo de treinta años que siente que acaba de salvar el pellejo por los pelos. Ahora, en 2024, cuando enseña el recorte plastificado en su casa de Codesal, a poco más de un paso de su localidad natal, se presenta como un hombre castigado físicamente por un par de infortunios, entregado a la navaja y a la madera para crear piezas de ajedrez artesanales y con un recuerdo vívido de aquella aventura que pudo terminar en drama. Para ellos y para el país.
Mientras habla de su maña para dar forma a los peones, ya famosos en la contorna, Celso se anima a contar la verdad de aquel episodio del Sonia. La que se publicó en su día y la que no: «Eso sí que tiene una historia, amigos, pero una historia gorda», indica el zamorano, que pasó 23 años en el País Vasco antes de retornar a La Carballeda en busca de una vida más apacible: «Un hermano nos llevó para allí y, sin estudios ni nada, lo que había era el mar. Antes anduve de frutero o en una fábrica de conservas, pero terminé ahí, yo qué sé», aclara.
El caso es que ese fue el destino para Celso, que empezó en bajura, «a la anchoa», pero que luego pasó al arrastre, ya hacia Irlanda, en un pesquero junto a otros 16 compañeros, entre ellos uno natural de Tábara. «En esa zona, el tema era respetar las millas. Fuera de su zona, podías faenar, pero aquel día estábamos dentro de las aguas prohibidas. Hacía mal tiempo y pensábamos que no iba a salir la patrullera, pero sí estaba, a pesar de que hacía un temporal de la leche. Y nos pilló», recuerda el zamorano.
En su día, algún medio como El País publicó declaraciones suyas en las que afirmaba que solo se estaban protegiendo del temporal. Pero no. «Íbamos a bajar ya para España, con la bodega llena, cuando nos dieron el aviso. Ahí tendríamos que haber parado la máquina, pero lo que hicimos fue intentar salir de las aguas prohibidas», rememora Celso, que avisa de que lo que va a decir a continuación es básicamente lo único estrictamente cierto que se publicó en su momento sobre el caso: «Estuvieron cuatro o cinco horas zumbándonos caña». Desde media mañana hasta la anochecida.
Metralletas y agujeros en el barco
El entonces marinero zamorano habla de metralletas con balas taladradoras que fueron golpeando de forma constante contra el pesquero hasta que el barco puso rumbo a la zona británica y sus perseguidores recibieron órdenes de frenar el ataque: «Estaba agujereada hasta la Virgen del Carmen que llevábamos», destaca Celso Alonso, que aún puede regresar a la sensación de angustia que los 17 del Sonia sintieron cuando, en un pesquero dañado sin remedio y en unas aguas gélidas, vieron cómo fallaban esas balsas salvavidas «con la pegatina nuevecica y recién homologadas».
El Sonia tenía plazas de sobra en aquellas embarcaciones de emergencia, pero ninguna válida. Mientras la tripulación asumía tal contratiempo, «el barco se iba escorando». «Abrimos las bodegas y todo estaba lleno de agua, así que allí cundió el pánico, nos veíamos morir. No podíamos tirarnos a nadar, porque casi era una muerte segura. En ese momento, ya veías a la gente de rodillas, rezando, y yo pensaba: date por jodido, no hay salida», señala Celso. Pero aún quedaba el recurso a la desesperada.
Y ese asidero estaba en las bengalas que lanzaron desde el Sonia para que algún alma que pudiera rondar la zona acudiera a su rescate antes del abismo. Y quienes vieron aquellas luces fueron los tripulantes de un barco contenedor alemán llamado Achat. «Nuestro pesquero ya tenía la proa metida en el agua, nos moríamos, pero llegaron, así que cogimos un bote que nunca se usaba, que estaba en la popa, y lo lanzamos, aunque había unas olas de siete u ocho metros», sostiene Celso.
El ahora vecino de Codesal fue el primero en saltar: «Tenía el curso de escafandrista de la mili y me dije: yo de aquí al barco llego nadando si hace falta. Y lo que son las cosas, hacía un frío que se moría Dios, hacían falta tres jerséis, pero yo con un chándal de esos de la rayica no sentí el frío. Increíble ese tema, chavales», recalca Celso. Detrás de él fueron un gallego que se llamaba Eladio y el capitán del Sonia, Víctor Uribe, «el culpable de todo». «Fuimos como pudimos, como los indios, pero ay cuando enganchamos las redes que nos tiraron», suspira el protagonista de la historia.
En el barco alemán, trabajaban varios sudamericanos con quienes pudieron departir mientras los responsables del navío mandaban un SOS para rescatar a los otros catorce marineros que se habían quedado en el Sonia. Y quienes llegaron fueron los miembros de la Royal Navy a bordo de un helicóptero: «Fue de película, no tardaron ni diez minutos en sacarlos. Y nosotros viéndolo todo», insiste Celso, que repite que Víctor Uribe «jugó con la vida de la gente» por la estrategia trazada aquel día.
Mientras el Sonia se hundía definitivamente en el mar, los 14 rescatados de los helicópteros fueron trasladados a Inglaterra, pero Celso y sus dos compañeros recogidos por el barco alemán atracaron con el navío en la ciudad irlandesa de Waterford. «Ahí hubo un lío de la hostia. Nos preguntaban cuál era nuestro cargo en el barco y Eladio y yo con lo nuestro: marinero, manipulador de pescado. Pero cuando llegamos nos mandaron a unas dependencias lejos. Íbamos en un coche los tres con dos policías, como unos presos, pero sin esposas», asegura el zamorano.
Pastas, hotel y whisky en el avión
Ahí, los marineros, manipuladores de pescado, no las tenían todas consigo: «Eladio me decía: nos matan, Celso. Nos metieron en una sala y él seguía: nos joden aquí. Pero de repente apareció en la sala una tía con unos tes y unas pastas y ya dijimos: bueno. Estuvimos como una ahora allí, pero fue cuando ya intervino el cónsul, y a partir de entonces vivimos como reyes, comiendo a base de bien. Estuvimos dos días en un hotel en Dublín«, recalca el ahora vecino de Codesal. Las crónicas de la época lo dejan claro: libertad sin cargos.
Además, el cónsul les entregó un pasaporte y dinero en efectivo, pero les advirtió de que lo mejor era que no salieran de noche: «Parece que al IRA – organización terrorista irlandesa – podría haberle molestado que un barco español se metiera cerca de sus costas a faenar», comenta Celso, que incide en el trato preferente que recibieron durante aquel fin de semana: «Luego, en el vuelo, vino la azafata y nos dijo que estábamos invitados a lo que quisiéramos. El gallego se revolvió enseguida y dijo: ¡whisky!».
A su llegada a Madrid, en el instante en el que Bernardo Pérez captó la foto publicada después en la portada de El País, los tres del Sonia atendieron a periodistas como Luis del Olmo antes de firmar lo que tocaba: «Nos pusieron delante un documento en el que confirmábamos que los buenos habían sido los armadores y nos dieron 120.000 pelas – 720 euros – por la pérdida del equipaje. A los del barco, el seguro Minerva les pagó no sé si 90 millones, yo qué sé», detalla Celso Alonso.
En su informe posterior sobre el incidente, las autoridades irlandesas comunicaron que la patrullera Aishling había intervenido ante el comportamiento «sumamente peligroso e irresponsable» del capitán del Sonia, y afirmaron que el barco llevaba al menos dos días pescando de forma ilegal en territorio irlandés. Además, dejaron claro que sus agentes habían evitado el uso de armas más destructivas «por razones humanitarias».
La entrada en la Comunidad Económica Europea
En los días siguientes, el ministro de Asuntos Exteriores de España, Fernando Morán, trató de quitarle hierro al asunto para apuntar después que el incidente no debía de enturbiar las negociaciones para la adhesión del país a la Comunidad Económica Europea, habida cuenta de que Irlanda ostentaba por entonces la presidencia comunitaria por turno. Un barco español había recibido casi 600 disparos y sus 17 tripulantes habían estado a punto de morir, pero al fin y al cabo la sangre no había llegado al mar.
La postura española quedó más clara en la respuesta del Gobierno a una pregunta parlamentaria sobre este particular realizada unos días más tarde por el diputado de Alianza Popular Eduardo Tarragona, que aludió a las declaraciones del Ejecutivo sobre la existencia de «un acuerdo tácito» con Irlanda para «no dejar que el incidente desbordase los límites de las proporciones debidas». El representante de la oposición planteó cuáles eran esas proporciones y si se consideraba «desmedida y violenta» la reacción de la patrullera.
La contestación del Ejecutivo fue en la línea de señalar la importancia de «dar por zanjadas las consecuencias políticas del problema» en aquel contexto. «En un momento de considerable tensión, con una negociación comunitaria muy compleja en marcha, no habiéndose producido desgracias personales, no parecía conveniente agravar el conflicto», deslizaron desde el Gobierno, aunque sus responsables también consideraban «desproporcionada» la reacción irlandesa.
Los recuerdos, en el armario
España firmó su Tratado de Adhesión a la Comunidad Económica Europea el 12 de junio de 1985, ocho meses después del incidente del Sonia. «Hubo cosas ahí…», deja en el aire Celso, 40 años después de aquello. El zamorano tiene marcadas las imágenes de sus compañeros rezando, el tamaño de las olas, el ruido de las ametralladoras y el instante en el que creyó que no volvería para contarlo. Dos años después del incidente, regresó a La Carballeda, donde ahora, al borde de los 70, mantiene los recuerdos de aquello guardados en un armario. Literalmente.
«No hubo nada más», confirma Celso, que ahora disfruta al ver cómo los chavales de Codesal montan partidas de ajedrez en el verano y aprecian sus piezas: «Estoy todo el rato ahí. Hago dos o tres al día», zanja el marinero retirado antes de guardar los recortes de prensa donde estaban y de llamar a sus perros. Las aguas de la Irlanda de 1984 quedan muy lejos ahora.